Opinión Internacional

Vicios viejos en odres viejos

La elección como presidente del Paraguay de un obispo de la iglesia católica suspendido ad divinis, Fernando Lugo, ha venido a significar el fin del reinado de casi 70 años del Partido Colorado. Pero no sólo eso. Amplía el mapa de la izquierda en el poder en América Latina; y si el FMLN, la vieja guerrilla marxista convertida en partido político en El Salvador, gana frente a ARENA las elecciones presidenciales del año próximo, con su candidato el periodista Mauricio Funes, sólo dos presidentes provenientes de partidos conservadores, en México y en Colombia, quedarían en el continente.

Se gastaron las viejas promesas, y la izquierda está en los palacios presidenciales. ¿Pero cuál izquierda? En el mapa, no todo su territorio es del mismo color. Líderes obreros, dirigentes indígenas, viejos guerrilleros, militares rebeldes, obispos que dejaron la sotana. Una oncóloga en Uruguay. Una pediatra en Chile. ¿Por qué están allí? ¿Qué los une, y qué los desune?

Uno no puede imaginar un bloque de países de izquierda en América Latina, bajo una ideología socialista única, como ocurrió hasta antes del fin de la guerra fría con el campo soviético, cuando había en Europa Oriental estados de una estructura y una conducta uniforme. Lejos de eso. Las diferencias sobran, y no son sólo de matices.

Entre ellos están de por medio no sólo sus identidades, y no sólo su propia zona de color en el mapa. No sólo las formas en que se alinean, sino otros tipos de intereses. Intereses económicos, intereses fronterizos. Quiénes son ricos, y quienes son pobres. Quienes extienden la mano para dar, y quienes la extienden para pedir. Qué clase de viejos o nuevos conflictos fronterizos existen entre esos países, desde una fábrica de celulosa, hasta una salida al mar.

Hay variados ejemplos que marcan esas diferencias. Pero existe una que es decisiva: si los líderes de izquierda, una vez alcanzada la presidencia, quieren quedarse, o aceptan como regla la alternabilidad en el poder. Es una diferencia sencilla, pero crucial, porque señala la frontera entre la voluntad democrática, y la voluntad autoritaria.

Lula da Silva se encamina en el Brasil hacia el fin de su segundo mandato, y hasta ahora ha dicho que no pretende un tercero. La propuesta de partidarios suyos, de que se presente de nuevo a las elecciones, la ha calificado como “insensatez pura”. En cambio, una de las reformas claves a la Constitución de Venezuela, que Chávez sometió a consulta popular a fines del año pasado, era la reelección indefinida. Perdió el plebiscito, y esa posibilidad está cerrada “por el momento”, como él mismo ha dicho, lo que significa que volverá a intentarlo. Alternabilidad, o reelección indefinida. Son dos caminos claros y diferentes para la izquierda.

Cuando antes del plebiscito de Venezuela le preguntaron a Lula qué pensaba de la reelección indefinida propuesta por Chávez, respondió: «yo sólo puedo hablar por Brasil y pienso que Brasil no puede jugar con una cosa llamada democracia. Nosotros nos demoramos mucho y mucha gente sufrió para consolidarla». La misma respuesta podría haber dado ante los intentos del presidente Uribe de Colombia, de reelegirse por tercera vez. Y es aquí, en la voluntad, o en las ganas de quedarse, donde la frontera entre izquierda y derecha se borra.

Una vez en Managua, con motivo del Primer Congreso del Frente Sandinista en 1991, escuché a Lula decir en un discurso que el gran error de la izquierda había sido crear una diferencia artificial entre democracia burguesa y democracia proletaria, cuando, en verdad, sólo había una clase de democracia. La izquierda había adquirido así el mal prestigio de presentarse como enemiga de la democracia que significa votar, y escoger gobernantes.

Es algo que nunca olvidé. Quienes piensan que la democracia que permite la alternabilidad en el poder corresponde a un sistema caduco, piensan aún en la democracia burguesa. Y piensan que desde el poder, usando los mismos mecanismos de la democracia burguesa, se puede construir una democracia proletaria, o algo parecido.

Cuando se habla hoy en día de barrer las instituciones y establecer un nuevo sistema que debe surgir de las cenizas del viejo, los preceptos de la democracia proletaria cobran sus fueros. Y cuando ese nuevo sistema se construye para que el mismo líder reine sin plazos sobre la nación, la regla es entonces la del viejo autoritarismo de derecha. El caudillo debe quedarse donde está, porque se le juzga imprescindible. Y para eso, se necesita que la constitución le permita reelegirse cuantas veces sea necesario, o cuantas veces quiera. No es entonces un sistema nuevo. Es el mismo, que hemos vivido de manera recurrente desde el siglo 19, fuente de vicios, de corrupción, de confrontación, de violencia, de pobreza.

El viejo líder insustituible de siempre. El iluminado que sólo él sabe lo que un país necesita. Una idea no precisamente de izquierda, que viene desde el oscuro fondo de la historia de América Latina, del profundo abismo de la sociedad patriarcal, cuando el terrateniente se convirtió en líder militar, y luego en presidente perpetuo. No hay ninguna novedad en la propuesta. Lo único es que se disfraza con virulenta retórica de izquierda.

Cuando el poder se piensa a largo plazo, necesita de instrumentos de largo plazo. Se apodera de todas las instituciones, del sistema judicial, de los tribunales electorales, y quiere apoderarse también del ejército y de la policía. Y no olvida en su lista a los medios de comunicación, la peor basura en el ojo.

Y el proyecto autoritario que concibe siempre a la misma persona a la cabeza del poder, no ve a la oposición como una pieza del sistema democrático, sino como un elemento perturbador al que hay que dominar y hacer callar, partidos políticos, organizaciones de la sociedad civil.

El poder que se arroga el derecho exclusivo de la razón, y la propiedad de la verdad, para decidir qué es lo que es tolerable, no es un poder democrático. Y cuando decide por sí mismo que es lo que es perjudicial para el orden político y lo que no lo es, inscribe a los demás, a los que piensan diferente, del lado de la conspiración para minar el poder.

La democracia, además, implica transparencia y control, algo que el autoritarismo, y el continuismo niegan, y viene a engendrarse por tanto la corrupción. Cuando el sistema democrático funciona, es capaz de fiscalizar a los que gobiernan, y exigirles cuentas. Por eso el autoritarismo encarna también este peligro, el de la falta de transparencia. Si todos los poderes se confunden en un solo puño, aunque sea un puño de izquierda, es más fácil que surjan las fortunas ilícitas, y que los que proclaman la redención de los pobres, se vuelvan ricos de la noche a la mañana.

Masatepe, mayo 2008.

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