Opinión Internacional

Un hombre de bien

Una tradición chilena sostiene que el hombre es libre de escoger incluso en el momento de su muerte. Puede optar por morir como un cobarde o como un valiente. Allende, consciente de que la partida había culminado con su fracaso, optó por morir como un valiente. Asumió su responsabilidad entregando lo único que aún le restaba: su existencia. Es una vida noble y consecuente. Parangonarla con cualquier otra que no esté a su altura, es hacerle escarnio.

           

“No he desposeído a nadie, no he usurpado el pan a nadie.                                                       Nadie ha muerto en mi nombre. Nadie”

Primo Levi

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            Golpeados por los efectos de la única experiencia entrecomillas revolucionaria y socialista y asombrados por los despropósitos y desafueros de que es capaz la banda de desalmados y forajidos que la protagonizan, me suelen preguntar por la experiencia chilena de la Unidad Popular y Salvador Allende, buscando parangones, similitudes y coincidencias. No pocos lo hacen creyendo en la existencia de un secreto hilo rojo uniendo ambas experiencias y sobre todo en la no muy oculta esperanza de que en Venezuela hubiera podido darse – y ya no se dio – un golpe de Estado tan radical y de consecuencias tan profundas para la refundación del país como lo fuera el protagonizado por las Fuerzas Armadas chilenas bajo el comando del general Augusto Pinochet Ugarte. En la equivocadísima creencia de que entre Salvador Allende, el mártir, y el teniente coronel Hugo Chávez, el tirano, pueda existir alguna mínima coincidencia.

            Han transcurrido cuarenta y dos años desde el triunfo electoral de Salvador Allende y pronto serán cuarenta desde su derrocamiento y muerte. Bastante más de la mitad de mi vida, tiempo suficiente para haber macerado esa experiencia que viví en carne propia, para haberla metabolizado, para haber vivido otra vida. Y cambiado. Al extremo que hoy tiemblo de sólo pensar en la posibilidad de que en Chile, y a pesar de Allende, se hubiera entronizado un régimen castrista, se hubiera impuesto un sistema totalitario y Chile fuera hoy, al extremo sur del planeta, un país regido dictatorialmente, empobrecido al extremo de que lo está hoy Cuba, exangüe, misérrimo y sin otro destino que el auxilio externo. Una isla de piedra, incrustada en la parálisis y la catalepsia, ensangrentada de cabo a rabo y sin una sola esperanza. Una larga y angosta faja encarcelada. Tal como la isla del Dr. Castro, desde la que la heroína Yoani Sánchez nos envía sus desesperados mensajes en la prodigiosa botella de la red.

            Son los dos extremos en los que pienso cuando recuerdo los tormentosos y atribulados días en que naufragaba el Chile de la Unidad Popular a semanas del cruento desenlace: en la figura solitaria de Salvador Allende buscando desesperadamente una salida política al laberinto en que había terminado encerrando al Minotauro de la revolución, ciego, insomne y sordo a toda racionalidad, y en las perspectivas reales que se le abrían al país de no impedirse que terminara por desquiciar absolutamente sus tradiciones republicanas imponiendo una tiranía totalitaria tanto o muchísimo más sangrienta que la cubana. Con la posibilidad real de una guerra civil tan apocalíptica como la española, siempre latente en un Chile mucho más cercano a la solemne tradición peninsular que a la desenfada e irresponsable tradición caribeña.

            Pues tras mil días de confusos y desordenados esfuerzos, le había quedado claro a tirios y troyanos que el tan anhelado “socialismo con rostro humano” que perseguía el presidente Allende y que había sido su coartada para resolver todos los impedimentos jurídicos y legales que encontrara en su camino, era una contradicción en los términos.  ¿Quién no sabía ya entonces que el socialismo que había existido y existía en Cuba, en China, en Vietnam, en Corea y el bloque soviético no tenía “rostro humano” ni lo tendría jamás? ¿Qué el socialismo era intrínseca, medular, inexorablemente dictatorial, totalitario, monstruoso?

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            Leo una extraordinaria biografía de Salvador Allende escrita por el asturiano Jesús Manuel Martínez, Premio Internacional de Ensayo Jovellanos 2009 y publicada en Oviedo por Ediciones Nobel. Me la dejó con el encargo de leerla y comentarla un muy querido amigo chileno, el entonces senador por el Partido Renovación Nacional y hoy Ministro de Defensa del gobierno de Sebastián Piñera, Andrés Allamand.

            La cita de Primo Levi con que encabezo este artículo se la debo a Jesús Manuel Martínez. Quiso, con ella, adelantar en portada el retrato moral de un hombre de bien, que pudo haberla suscrito en todos sus términos. En un exitoso esfuerzo de análisis histórico del Chile del siglo XX en que transcurre la vida del médico Salvador Allende, demócrata, socialista, masón y apasionado defensor de la causa popular, se nos entrega una lectura de tiempo y pasión del joven médico nacido en Valparaíso en 1908.

            Es una biografía apasionante, como el país que retrata y la vida del tribuno de izquierdas que acompaña todos los avatares de su patria desde que saliera de su adolescencia y realizara sus estudios de medicina. Basta indagar en su tesis de grado, escrita en 1932, a los 24 años para comprender la distancia insalvable que media entre sus convicciones profundamente democráticas y las figuras de caudillos dictatoriales como los que hoy gobiernan en Cuba y Venezuela. En ella escribe:  “Así se explican algunos aspectos verdaderamente trágicos que adquieren estos delitos colectivos, pues en las multitudes se desarrolla con excesiva facilidad un fenómeno psicopatológico que eminentes psiquiatras han estudiado, y que se considera como un virus destructor. Nada más fácil entonces que la influencia perniciosa que sobre las masas puede ejercer un individuo en apariencia normal, y que en realidad, al estudiarlo, nos demostraría pertenecer a un grupo determinado de trastornados mentales”. ¿Puede alguien desconocer la personalidad trastornada a la que podría ir dirigida hoy esta sencilla e irrebatible constatación científica?

            De la lectura de esta biografía documentada hasta en sus más insignificantes detalles resaltan algunos aspectos de la personalidad de Salvador Allende que antes que demostrar su talante revolucionario, leninista, bolchevique y muchísimo menos castrista demuestran su carácter social democrático, parlamentarista, asambleario, constitucionalista. Jugó todo su peso político en la conformación del Frente Popular que llevó al poder de la república a tres presidencias, las de Pedro Aguirre Cerda, Juan Antonio Ríos y Gabriel González Videla, todos del Partido Radical (social demócrata) entre 1939 y 1946. Y en sus esfuerzos políticos fue sistemáticamente boicoteado por la fracción más radical del Partido Socialista, con el que jamás logró convivir en armonía, hasta constituirse en un factor individual, per se, independiente, propio de la política chilena.

            A lo largo de su prolongada vida como senador de la República (1945-1970), un cargo de alta honorabilidad en una institución sagrada de la democracia chilena, convivió en los términos más afectuosos y de altísimo respeto con todos los presidentes chilenos de ese período, todos los cuales habían cumplido previamente con ese paso obligado de la tradición presidencial chilena: haber hecho una larga pasantía por esa suerte de senado romano. Los presidentes, en Chile, no salían y muy posiblemente no salgan jamás de la manga de un prestidigitador de masas.

3

            Recién casado con Tencha Bussi, se mudó en 1938 a un caserón de estilo francés ubicado en la calle Victoria Subercaseaux 181, aledaña a la Alameda, en donde también vivían algunos exiliados latinoamericanos, como el peruano Luis Alberto Sánchez, del APRA, y Rómulo Betancourt            . Con el líder venezolano y la compañía del diplomático chileno Hernán Santa Cruz, a quien me unieran lazos familiares, solían amanecer trotando por el Parque Forestal y haciendo sesiones de boxeo usando como sparring a un famoso y muy popular boxeador chileno ya retirado llamado Chicharrita.

            Cuesta imaginarse a ese Salvador Allende profundamente republicano, demócrata y parlamentarista, tolerante, conciliador, culto y educado, galante y distinguido, parlamentario de tradición y doctrina, encabezando un gobierno totalitario, pervirtiendo a las fuerzas armadas, entregando la soberanía, despilfarrando un trillón trescientos mil millones de dólares y estableciendo un concubinato con Fidel Castro que bordea la obscena seducción de la concupiscencia, la maldad y la intriga. Cuesta imaginárselo indiferente al asesinato de doscientos mil de sus compatriotas mientras prohíja el asalto de los suyos a los bienes de la República. Cuesta imaginárselo mintiendo con descaro o cayendo presa de los delirios de un narcisista compulsivo y un megalómano con delirios planetarios.

            Tiendo a pensar que empujado por su ambición política – que la tuvo más allá de toda medida – se vio en la obligación de asumir la conducción de un proceso que lo desbordó a poco andar su presidencia más allá de las posibilidades reales de su homérica capacidad de maniobra, poniéndolo al timón de un barco condenado al naufragio. Tiendo a pensar que desbordado por esas pasiones políticas y sociales desatadas hizo cuanto estuvo a su alcance por volver las aguas a sus cauces e incluso a renunciar a la presidencia tras el fracaso de un referéndum que se empeñó en realizar, en la absoluta soledad de la incomprensión de los suyos y perfectamente consciente de que la partida estaba definitivamente perdida.

            Una tradición chilena sostiene que el hombre es libre de escoger incluso en el momento de su muerte. Puede optar por morir como un cobarde o como un valiente. Allende, consciente de que la partida había culminado con su fracaso, optó por morir como un valiente. Asumió su responsabilidad entregando lo único que aún le restaba: su existencia. Es una vida noble y consecuente. Parangonarla con cualquier otra que no esté a su altura, es hacerle escarnio.

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