Terrorismo y libertad
Si algo saltó a la luz el pasado 11 de septiembre, día de los ataques a los Estados Unidos, no fue el terrorismo en sí mismo. Éste, como mejor lo saben en el País Vasco, Colombia e Irlanda del Norte, lleva años acaparando primeras planas de periódicos, revistas y noticieros en la radio y televisión. Sin embargo, el ataque sí iluminó algo que, pese a que tampoco es reciente, muchos de nosotros habíamos olvidado o preferido ignorar. El celo fanático de los que organizan y perpetran este tipo de crímenes, su peligrosa voluntad de inmolación, su disposición a pasar meses o años tramando operaciones tan complejas nos demuestra que, de tener los recursos, estos grupos serían capaces de cosas peores, como por ejemplo, hacer estallar un artefacto atómico en Time Square, Picadilly Circus o Champ Elyseés, acabando así con la un alto porcentaje de la población de Nueva York, Londres o París o cualquier otra megalópolis del mundo occidental.
Esta afirmación, pese a tener tintes apocalípticos, no es alarmista, ni siquiera exagerada. Es tan clara como el agua. Pues ¿qué no serían capaces de perpetrar quienes sin el menor empacho inducen a sus seguidores a ¨matar americanos¨ indiscriminadamente? ¿No es el ataque del 11 de septiembre una prueba de que, aunque escasas y dispersas, estas organizaciones terroristas disponen de un poder de destrucción cuyos brotes de violencia son difíciles de prevenir y eliminar? Los sucesos del pasado mes, al contrario de lo que muchos analistas señalan, no demostraron la debilidad de los Estados Unidos en específico, o pusieron en evidencia la incompetencia de la policía, las líneas aéreas y los servicios de inteligencia americanos. En realidad, probaron la vulnerabilidad de las sociedades abiertas en general, porque si un par de docenas de terroristas fueron capaces de burlar los servicios de seguridad e inteligencia del país más rico y poderoso del mundo, ¿qué no serían capaces de perpetrar en los países con menos recursos?
Las razones que motivaron los ataques son, desde luego, nebulosas y escurridizas, difíciles de entender a cabalidad. En poco más de un mes expertos en política, terrorismo, religión, sociología han ofrecido una miríada de explicaciones que, salvo contadas excepciones, son tan simplistas y unidimensionales que no provoca siquiera refutarlas. Una de estas, sin embargo, es inquietante ya que se le escucha tanto a desalados radicales como a intelectuales de renombre. Esta dice lo siguiente: el odio irracional que desembocó en los ataques del 11 de septiembre es una consecuencia indirecta de la manera como Estados Unidos ha dirigido su política exterior en Oriente Próximo, de los abusos e injusticias que cometen en razón de intereses económicos y estratégicos que parecen preceder en importancia el bienestar del pueblo palestino.
Este argumento, aunque no del todo falso, da un enfoque algo parcial a un problema multifacético. No es prudente decir que Osama Bin Laden es un mero producto de la cuestionable política exterior norteamericana. En este sentido, sería más exacto decir que el líder del Al Qaeda es, entre muchas otras cosas, el resultado de la manera como, gracias a un conjunto complejo de motivos y circunstancias, el mundo árabe percibe estas políticas estadounidenses, sobretodo, por supuesto, las vinculadas a Oriente Próximo. Es verdad que Estados Unidos está lejos de ser un dechado de virtudes, y que, con respecto al conflicto israelí-palestino, ha cometido muchos errores, algunos de ellos inexcusables. Sin embargo, es al mismo tiempo cierto que la actitud de los gobiernos norteamericanos no ha sido del todo ¨parcial¨ como sus detractores pretenden hacer creer, que su política exterior no es un producto, bien lo demuestran múltiples casos concretos, de la influencia de las organizaciones pro-israelí en el congreso y en la Casa Blanca, y que en los últimos años Estados Unidos ha hecho esfuerzos notorios para solucionar el conflicto de una manera que satisfaga ambos partidos. Un argumento fulminante ha sido, con toda la razón del mundo, esgrimido muchas veces por quienes, como yo, se oponen esta tesis antiamericana: cuando en 1998 Bin Laden hizo estallar bombas en las embajadas estadounidenses en Kenia y Tanzania, la administración de Clinton hacía un descomunal esfuerzo para cerrar un acuerdo de paz que bajo ningún parámetro podría considerarse como pro-israelí. O sea, una de dos: o Bin Laden no sabe qué ha estado pasando en los últimos años, o su odio va más allá de lo que hace o no hace Estados Unidos en Israel.
Por el otro lado, es innegable que, a pesar de que la mayoría del mundo árabe piensa que los americanos son bastante peores de lo que en verdad son, éstos son en gran parte responsable de esta especie de satanización de los que son víctima, no sólo por los abusos que han cometido en Oriente Próximo, Centro América o Vietnam, también porque los gobiernos estadounidenses están constantemente excluyéndose de la legalidad internacional, renegando, por sólo dar algunos ejemplos recientes, los tratados de protección del medio ambiente, o las normas de justicia internacional propuestas por el tribunal de Roma, o rompiendo, en razón de un inútil y costosísimo escudo antimisiles, el balance militar internacional mantenido desde 1972 por el tratado ABM. Este comportamiento, sin duda alguna, legitima en una ínfima medida esa fea imagen de los norteamericanos que muchos patrocinan.
Ahora bien, es importantísimo no olvidar que, pese a todos sus errores y deviaciones –algunos de éstos bastante graves, claro está-, Estados Unidos es una sociedad libre, democrática, basada en una concepción única y valiosa de la convivencia, y en el mantenimiento de fuertes instituciones políticas representativas donde siempre es posible el reemplazo de los errores y deviaciones por políticas sensatas y positivas. Si queremos combatir el terrorismo de una manera efectiva debemos partir de la idea de que se debe estar más cerca del sistema y los valores estadounidenses que de las políticas fanáticas, represivas y totalitarias de muchos de sus adversarios, sean o no sean éstos maltratados por la cuestionable política exterior norteamericana.
Por supuesto, adoptar este tipo de valores hace vulnerable a cualquier sociedad, incluyendo las más desarrolladas, sobretodo a crímenes parecidos al que acabamos de vivir. Pero esta vulnerabilidad debe ser vista como uno de esos hijastros perversos de la cultura de la libertad, o como uno de esos tumores cuya cura puede ser peor que el tumor mismo. Por un lado, las sociedades abiertas buscan siempre preservar, hasta el máximo posible, las libertades de todos. Por el otro, es muy difícil, acaso imposible, que una sociedad sea capaz de vacunarse contra todo tipo de acciones terroristas a no ser que decida convertirse en un Estado policial, represivo, refractario a la privacidad, donde bajo el pretexto de la ¨seguridad de Estado¨ se justifiquen, como en Cuba, el espionaje telefónico, los registros domiciliarios, las detenciones preventivas y los recortes de la libertad de prensa. Hay que estar claro: debe encontrarse un balance entre libertad y seguridad. No se debe, en aras de la seguridad, infligir una herida mortal a la cultura de la libertad.
Entonces, ¿cómo podemos combatir el terrorismo? Desde luego, ideando y llevando a la práctica mecanismos preventivos y de persecución que simultáneamente merme la amenaza terrorista y no ponga en peligro la libertad. Pero también haciendo un empecinado esfuerzo para acabar no sólo con el gobierno que resguarda y patrocina al grupo Al Qaeda y sus enclaves, también con el resto de las satrapías tercermundistas (Arabia Saudita, Irak, Libia, etcétera) donde se les hace más fácil operar a estas organizaciones terroristas. Estos regímenes deben ser objeto de represalias por parte de la comunidad democrática con el fin de algún día ser sustituidos por gobiernos representativos que respeten las leyes y las libertades. Éste, sin duda, es un proyecto ambicioso, acaso utópico, pero se debe hacer lo posible por trasvasarlo de la imaginación al mundo real.