Tendencias irreversibles
Las deplorables declaraciones de Insulza sobre la «democracia» en Venezuela obligan a la reflexión sobre la sociedad internacional, su evolución y su incidencia en las relaciones internacionales y en la formación del Derecho Internacional, es decir, las normas y principios que regulan las relaciones entre los sujetos y actores que se desenvuelven en este ámbito.
El mundo se transforma en el contexto de una globalización aún indeterminada, al mismo tiempo que el pensamiento y la interpretación de los valores fundamentales que rigen las sociedades; lo que ha dado paso al fortalecimiento y al desarrollo de normativas específicas que protegen las cuestiones de interés común, entre ellas, claro está, las relativas a los derechos humanos.
Todos esos cambios inciden en la formación de nuevos conceptos y en la reformulación de otros, hasta ahora absolutos, que respondían a realidades superadas, como la soberanía, elemento intrínseco del concepto de Estado y de su independencia.
Viejos conceptos de origen y consideración exclusivamente internos se extraen hoy de las jurisdicciones nacionales. La democracia, incuestionable derecho humano, individual y de los pueblos, único espacio que permite el disfrute pleno de tales derechos, ya no es una cuestión que interesa exclusivamente a las colectividades nacionales, sino que se ubica en el ámbito de competencias de la, a veces, incomprendida comunidad internacional.
La soberanía y la injerencia en los asuntos internos del Estado son nociones que están íntimamente relacionadas entre sí, y ellas con el concepto de derechos humanos y de democracia. El pensamiento latinoamericano ha avanzado y la región ha innovado, al definir y regular la democracia como un derecho de los pueblos. La Carta Democrática Interamericana confirma ese avance, a pesar de las posturas inconvenientes y mal intencionadas de gobiernos y de autoridades regionales, como Insulza, quienes esbozan tesis que contradicen las tendencias en curso.
Definir la democracia no es fácil. Su origen, con base en elecciones libres, transparentes y honestas; el desempeño de los gobiernos; la independencia de los poderes; el respeto por las libertades y los derechos individuales y colectivos son varios de esos componentes que se analizan para determinar su existencia.
A veces, y más hoy gracias a la interpretación perversa de las reglas, gobiernos elegidos transforman en medio de apariencias su naturaleza real, en beneficio propio, para establecer regímenes que contradicen las tendencias naturales de la sociedad internacional. Ese es el caso de Venezuela.
El cuestionamiento que pueda hacerse de un gobierno por su desempeño no puede ser considerado un acto de injerencia en los asuntos internos del Estado, menos si ello proviene de un organismo cuya responsabilidad es velar por la democracia y el respeto pleno de los derechos humanos.
Esconderse detrás de la soberanía para impedir ciertos escrutinios es absolutamente contrario a la evolución de la sociedad internacional que transita, lenta pero firmemente, hacia una verdadera comunidad internacional en donde los intereses comunes prevalecen, en la que un orden público internacional surge y se fortalece, sin que la voluntad individual de los Estados pueda contrariarlo.
Un gobierno que domina los poderes y legisla y se sentencia a la carta, a su antojo y conveniencia, no es democrático. La tesis «insulziana» es inaceptable. Es una paradoja; pero más allá, es una vergüenza que quien dirige el sistema regional baje la cabeza ante sistemas que sabe están contaminados por el dominio del Ejecutivo y el desprecio por las instituciones y el pluralismo. La violación de la Constitución, confirmada por un Poder Judicial secuestrado no garantiza el desempeño democrático de un gobierno, menos para afirmar desde fuera, con simpleza y mala intención, que «la OEA no puede interpretar la Constitución de un país por encima de sus poderes públicos».
Con esa torpe visión de las realidades y la negación de la transformación de la sociedad internacional, la «democracia» soviética de una vez, la chilena y la argentina años más tarde, la cubana, la de Zimbabue y la de Bielorrusia hoy serían incuestionables, aunque los pueblos sufran la opresión que los observadores de fuera no sienten y de lo que se hacen cómplices al contrariar tendencias que son afortunadamente irreversibles.