Sensaciones y viajes
Ryszard Kapuściński
El jueves por la tarde, un programa radial de Miami me llamó para conversar sobre la realidad argentina y latinoamericana, sobre todo a la luz de la asunción de Dilma Rousseff como Presidente de Brasil.
Conocí a la actual mandataria cuando era Secretaria de Energía del Estado de Rio Grande do Sul, hace ya muchos años, y sólo volví a encontrarme con ella una vez, cuando ya tenía el mismo cargo a nivel federal, durante la Presidencia Lula.
Mi impresión hasta entonces era que Dilma tenía un carácter y un modo muy similares a nuestra entrañable Diana Conti, es decir, las formas de una araña. Puede comprenderse fácilmente mi sorpresa actual, muy agradable por cierto, al ver como, desde sus primeras medidas de gobierno, ha corregido algunas graves extravagancias de su antecesor en materia internacional. A raíz de éstas, escribí en su momento una nota en una revista brasileña, que puede verse en http://tinyurl.com/ykhcwq7.
La conversación con el periodista giró luego hacia la manifiesta actitud pro-mercado de la Presidente de Brasil, que ha dispuesto la privatización de importantes áreas de infraestructura, inclusive algunos aeropuertos, en contraposición a la del Gobierno argentino, que sólo es afín al capitalismo si se trata de “amigos”.
Finalmente, comenzamos a hablar de la corrupción, como derivación de lo anterior, y el entrevistador me preguntó cómo se percibía la misma entre la ciudadanía en general. Mi respuesta, obviamente, fue que aquí no se había convertido aún en “el gran tema”, pese a las escandalosas revelaciones diarias de coimas, sobreprecios, apropiación de bienes públicos y hasta tráfico de drogas.
Conversamos un rato más intercambiando ejemplos de sanciones políticas y sociales recibidas por ministros, diputados, senadores, gobernadores, etc., en otros países por hechos de corrupción que aquí no serían siquiera considerados tales. Recordamos a los parlamentarios británicos que fueron expulsados de la Cámara de los Comunes por pagar cigarros o viajes con dineros públicos, a representantes norteamericanos castigados por haber aceptado invitaciones a cenar de lobistas, o a presidentes obligados a devolver al erario público regalos de otros mandatarios recibidos durante su gestión.
No voy aquí a rememorar los grandes hechos de peculado revelados durante los siete años y medio del kirchnerismo, pese a que superan con creces a todos los cometidos por casi todos sus antecesores, pues ya he publicado infinidad de notas al respecto que pueden verse en mi blog.
Pero, en cambio, quisiera reflexionar acerca de qué nos sucede a los argentinos, como sociedad, al respecto. Porque, si bien existe corrupción en casi todo el mundo, sobre todo como un medio para financiar la política, en general se trata de porcentajes infinitamente menores y, sobre todo, lo habitual es que su producido permanezca en el país. Recuerdo que una vez, hace ya diez años, me tocó hablar ante un grupo de empresarios en San Pablo y, cuando quise referirme a este problema mundial, uno de ellos me interrumpió graciosamente diciendo: “Enrique, no se meta con la corrupción en Brasil; aquí es sólo una forma de redistribuir la riqueza”, en referencia a que a nadie se le ocurría allí llevar sus dineros mal habidos al exterior.
Entre nosotros, por el contrario, no solamente alcanza niveles que, debido a los problemas de alimentación y salud de gran parte de nuestra población, ya alcanza niveles de genocidio sino que, además, se utiliza para comprar departamentos en Punta del Este, grandes aviones y yachts, etc.. Recuérdese, al pasar, cuánto nos cuesta Aerolíneas Argentinas o el “Fútbol para todos” por día, y qué podría hacerse con ese dinero en escuelas, hospitales y viviendas.
En una nota reciente me referí, concretamente, a la inexistencia de sanción social para este flagelo, lo cual hace que los delincuentes circulen alegremente en medio de la sociedad, exhibiendo groseramente su riqueza mal habida, sin que a los demás, los que debemos trabajar día a día para poder vivir, se nos mueva un pelo, pese a que toda esa impúdica demostración se paga con nuestros impuestos, cada vez más gravosos.
La señora Presidente se ha ido a descansar a Egipto, como paso previo a su visita de tres países árabes en busca de nuevas inversiones. Conversará acerca de ellas con los respectivos emires y presidentes, y con empresarios locales.
Evidentemente, nuestra inefable doña Cristina cree que en Medio Oriente no existen bancos, ni Internet y las informaciones globales no llegan.
Porque, si bien los grandes fondos internacionales tienen memoria corta, las instituciones financieras conservan en sus archivos todo lo acontecido en cada uno de los países, y sus analistas son expertos en determinar los riesgos de las inversiones que se radican en terceros países.
Cualquier señor dispuesto a invertir en la Argentina de hoy, recibirá de sus asesores financieros y económicos objeciones referidas a la falta de seguridad jurídica, a la falta de respeto a los contratos por parte del Estado, a la ignominiosa interferencia de los funcionarios en las empresas, a la desvergonzada apropiación de compañías por amigos del Gobierno, a la falta de luz y de gas para la producción, a los encubiertos controles de precios, a la rampante corrupción, a los aprietes de Moyano y sus aliados, a la inseguridad ciudadana, a la inexistencia de libre competencia, a la carencia absoluta de estadísticas e informaciones económicas confiables, al desmesurado y creciente gasto público, a la ya casi espiralada inflación, a los niveles de pobreza e indigencia de nuestra sociedad, a la falta de profesionales y técnicos en carreras duras, a las descontroladas protestas sociales, a las ocupaciones de predios, etc..
En general, como todos sabemos, los exitosos hombres de negocios no son precisamente suicidas, y en América Latina y en África existen innumerables países que, además de crecer a tasas iguales o superiores a las nuestras, no están conducidos por orates ignorantes.
La herencia que recibirá el próximo gobierno, después de este fallido “modelo”, será complicado en extremo. Para encontrar verdaderas soluciones, para encarrilar el tren del verdadero desarrollo, para terminar con la corrupción y comenzar con la planificación de largo plazo, será necesario contar con amplias mayorías parlamentarias y con un gran apoyo de la sociedad.
Ningún partido por sí solo –menos aún una persona- podrá tener en su haber ese capital político indispensable para encarar, con seriedad y credibilidad, el camino de sangre, sudor y lágrimas que deberemos transitar para llegar a ser Nación.
No estoy proponiendo meras alianzas electorales, que tanto nos han costado en el pasado y que suelen estar sólo prendidas con alfileres. Al contrario, lo que quiero para la Argentina que viene es la renuncia a los intereses personales y la refundación, esa que pudo haber sido con el acuerdo Perón-Balbín, frustrado por la muerte del primero.
El más elemental inventario de los problemas a los que se enfrentará el sucesor de Cristina –y, con él, todos nosotros- nos dice de la necesidad de un gran acuerdo nacional (¡cómo hemos gastado las palabras los argentinos!) que nos permitan ponernos de pie, planificar nuestro futuro y garantizar a todos los que quieran venir a invertir a nuestro país, generando riqueza y empleo genuino, el más elemental de todos los derechos, la seguridad jurídica.
Estamos comenzando una nueva década. Tratemos de no repetir las atrocidades que, desde hace varias, hemos cometido contra nosotros mismos, que nos han convertido en el único país del globo que, inexplicablemente, ha llegado a la más suicida autodestrucción.
Bs.As., 14 Ene 11