Secretos de un tirano
La prestigiosa revista bimensual Foreign Affairs, publicada en Nueva York por el Consejo de Relaciones Exteriores, contiene en su número de mayo/junio 2006 el extenso resumen de un extraordinario estudio, recientemente desclasificado por el comando conjunto de las fuerzas armadas de los Estados Unidos. Dicho material se basa en miles de documentos hallados en Bagdad luego de la caída de Saddam Hussein, así como en numerosos y detallados interrogatorios realizados a relevantes figuras del régimen dictatorial. Me permito recomendar a los lectores interesados en estos temas que lean el mencionado resumen, titulado «Saddam’s Delusions: The View from the Inside», fácilmente accesible a través de Internet. Se trata de una perspectiva singular, desde sus propias entrañas, acerca de la que fue una de las tiranías más crueles y sombrías del mundo durante tres décadas, de una verdadera radiografía del déspota y su gobierno, que pone de manifiesto realidades de suma importancia para el juicio de la historia.
Ahora voy a comentar sólo algunos aspectos que me parecen fundamentales. El primero tiene que ver con el evidente exceso de confianza que Saddam y sus aterrorizados lugartenientes abrigaron, casi hasta el final del régimen, acerca de las probabilidades de sobre vivencia de su dominio sobre Irak, a pesar del avasallante aparato militar que empezaba a desplegarse ante sus ojos, y de las reiteradas advertencias de Washington sobre lo que les aguardaba. De acuerdo con la evidencia de este estudio, la razón de mayor peso que sustentó la confianza de Saddam en que los Estados Unidos no atacaría, fue su convicción de que Rusia y Francia impedirían, mediante su actividad en la ONU, la ofensiva norteamericana.
Según la declaración del entonces primer ministro delegado, Tariq Aziz, «Francia y Rusia recibían millones de dólares por contratos comerciales y de servicios con el régimen iraquí, bajo el entendido implícito de que su postura política sería favorable a Irak. Adicionalmente, los franceses deseaban levantar las sanciones de la ONU para salvaguardar esas ventajas económicas. También buscaban demostrar su influencia internacional mediante el uso del veto en el Consejo de Seguridad de la ONU». De manera que no eran ni el altruismo ni el apego al derecho internacional los impulsos que explicaban la actitud de París y Moscú frente a Saddam Hussein.
Cabe señalar que aparte de sus expectativas sobre la ayuda ruso-francesa, Saddam Hussein —como con frecuencia ocurre con este tipo de personajes todopoderosos, y rodeados de aduladores— se creía sus propias fantasías acerca de la presunta capacidad operativa de su ejército, lo que resultó totalmente falso. Tales ficciones eran alentadas por un círculo colaboradores que jamás se atrevían a decirle la verdad, en parte para complacerle y ganar favores, y en parte para evitar caer en desgracia ante el caprichoso déspota. Este proceso de autoengaño colectivo incluyó también una demencial subestimación del poderío militar de los Estados Unidos, de modo que entre otras cosas ni un sólo miembro relevante de la jerarquía del régimen se planteó jamás, sino hasta los momentos finales de su debacle, que las tropas estadounidenses sí conquistarían Bagdad.
El estudio contribuye a explicar cómo fue que Saddam Hussein, quien bien habría podido otorgar a los anémicos inspectores de la ONU todas las facilidades posibles, de modo que comprobasen que Irak no tenía en ese momento armas de destrucción masiva, prefirió mantener un clima de secreto y ambigüedad en torno al tema, añadiendo motivos suplementarios para que Washington optase por la invasión. ¿Si no tenía armas de destrucción masiva, para qué tanto misterio? Los documentos y entrevistas comprueban, de un lado, que Saddam Hussein —un tirano vanidoso acostumbrado al mando absoluto— encontraba sicológicamente imposible admitir que no tenía las armas que los servicios de inteligencia occidentales le atribuían, pues esa imagen de poder le daba prestigio e infundía respeto en el mundo árabe. De otro lado, según lo expuso «Alí el químico» (Ali Hassan al-Malid, el militar iraquí que de hecho usó armas químicas contra la población kurda de Irak en 1987), Saddam Hussein rechazó anunciar la inexistencia de las armas «por temor a que Israel atacase». Lo que entonces logró fue que Estados Unidos lanzase su demoledora ofensiva, en no poca medida porque Washington estaba convencido de que las armas existían.
Estas breves notas no reflejan sino una mínima parte de lo que es a su vez un amplio resumen de este excelente estudio, un documento que no será del agrado de los profesionales del odio contra el Presidente Bush y los Estados Unidos en general, pero que tendrá gran utilidad para quienes lo analicen con el ánimo de entender y aprender.