Repollos y Chupetines
Eduardo Fidanza
El vertiginoso ritmo que el maravilloso aparato de comunicación del Gobierno impone a la agenda de los argentinos, impulsado por la necesidad de ocultar problemas tales como el affaire Ciccone, el crimen de Once y la falta de dólares para hacer frente a los pagos de la deuda y de las importaciones de energía, hace que, en general, se carezca de tiempo para la reflexión. Cada vez que pretendo pensar en el país futuro, me encuentro con que ha producido algo de tal magnitud que no se puede dejar pasar y, entonces, caigo nuevamente en comentar lo cotidiano.
La expropiación de las acciones de Repsol en YPF –que, más allá de la compartida responsabilidad de la empresa española en el vaciamiento de la petrolera, tiene notables elementos inconstitucionales- ha generado en la población en general, y en la oposición en particular, un apoyo de tal tamaño que recuerda el que obtuvo la guerra de Malvinas o el que concitó la declaración del default; en este caso, recuerdo el horror que me produjo contemplar a la Asamblea Legislativa casi unánimemente en pie, aplaudiendo a rabiar una medida que nos haría caer en el precipicio.
Galtieri, Adolfo Rodríguez Saa, Menem y los Kirchner no nacieron de repollos, son “nosotros”, como fueron “nosotros” todos y cada uno de los presidentes, gobernadores y legisladores que hemos sabido conseguir a lo largo de nuestra historia como país independiente, cualquiera fuera el partido, aún el militar, que lo hubiera entronizado.
Como pueblo, y vaya Dios a saber por qué razones, lo cierto es que los doscientos años que hemos dejado atrás no han servido, evidentemente, para convertirnos en una “nación”. Mal que nos pese, nunca hemos dejado de ser un mero “consorcio”.
Quien vive en un departamento seguramente comprende a qué me refiero. Tenemos un territorio (el edificio), un estado (el administrador), una constitución (el reglamento de copropiedad), un poder legislativo (la asamblea y el consejo de administración) y, para mantener funcionando eso, pagamos impuestos (las expensas). Pero no hemos sido, tal vez nunca, una “nación”, es decir, una unidad de destino, con políticas de estado de largo plazo, con un rumbo determinado y, sobre todo, con previsibilidad en su comportamiento.
Así como nos portamos en casa, tenemos similares conductas en la calle y, en general, en el espacio público. Los reglamentos de convivencia –eso es, precisamente, la Constitución Nacional- establecen horarios precisos para los ruidos molestos, por dónde pueden circular las mascotas, cómo sacar la basura, en qué fecha hay que pagar las expensas, cómo utilizar los ascensores, etc.; todas esas normas, por cierto bien elementales y consensuadas para permitir la vida en comunidad, sufren violaciones permanentes por nuestra parte.
Idéntica situación se replica cuando salimos de casa. Por ello, tiramos todo tipo de objetos en la calle, estacionamos nuestros autos donde nos da la gana, descargamos mercaderías a cualquier hora, invadimos sendas peatonales, generamos un ruido infernal y convertimos en objeto de nuestro vandalismo a monumentos, árboles, plazas, fuentes y paredes ajenas.
Como copropietarios (y como ciudadanos), cada vez que una situación nos lo permite abusamos del poder circunstancial que nos ha sido dado para imponer nuestra voluntad, aún cuando ésta vaya a contramano del reglamento que nosotros mismos nos hemos dado. Nuestros gobernantes –o sea, “nosotros”- hacen exactamente lo mismo en la función pública, confundiendo adrede gobierno con estado, y disponiendo de éste y de sus bienes como si fueran propios y privados.
En los edificios, y aún en los barrios y pequeñas comunidades, muchas veces toleramos usos y abusos por temor; quien grita más, quien dispone de una mayor fuerza, nos hace retroceder y evitamos quejarnos por miedo a las represalias. También esa situación, como vemos todos los días, se repite entre gobernantes y gobernados. Cierto es que mucho tiene que ver con esa tolerancia y con ese falso respeto al poderoso nuestra comodidad y la satisfacción de nuestras pequeñas o grandes necesidades cotidianas.
Que, en el camino, se hayan triturado normas e instituciones no parece ser una preocupación de nuestra ciudadanía, al menos en tanto y en cuanto no se afecte nuestro bolsillo personal.
Olvidamos que, cuando el gobierno de turno privatiza o estatiza los activos públicos, también está tocándonos nuestros propios bienes, ya que han sido construidos y desarrollados con los impuestos que pagamos. Y, como lo olvidamos, dejamos hacer; si, además, el tema permite que, de una forma totalmente idiota, nos vistamos con la bandera nacional, mejor aún. Esa falsa manera de comportarnos nos permite, subconscientemente, reconciliarnos con nosotros mismos y enjugar la culpa que nos genera nuestro comportamiento cotidiano frente a la patria y a la república.
Generar una guerra, declarar el default, realizar injustificados pagos al FMI o confiscar violentamente empresas nos hace sentir que somos más “argentinos”, más patriotas. Como el Gobierno lo sabe, ya que es “nosotros”, crea una situación de ese tipo para obtener nuestro apoyo cada vez que éste mengua. No tenía duda alguna, por ejemplo, que doña Cristina había crecido vertiginosamente en la aprobación de su gestión, que venía en caída libre, a partir del conflicto con YPF; hoy, las más serias empresas de opinión pública, registran un nivel de 70%, como el que tuvo a partir del 23 de octubre.
Todas esas medidas, de corte populista y, sobre todo, cortoplacista, son los verdaderos chupetines que recibimos como los niños que, como ciudadanos, en realidad somos. Es difícil que un chico piense en el futuro, ya que es algo que le pertenece por derecho y en lo que no piensa, que le resulta abstracto; cuando quiere algo, lo exige ya mismo, aún cuando se transforme en perjudicial a la larga. Eso hacemos los argentinos, y quienes deberían representarnos y conducirnos utilizan ese conocimiento para mantenernos contentos.
Nuestras universidades, por ejemplo, que estuvieron por muchas décadas entre las mejores del mundo, hoy han desaparecido de todos los rankings mundiales. Eso ha sucedido exclusivamente porque, cada vez, se reduce más el nivel de exigencia en sus claustros; no protestamos por esa declinación sino que pedimos acentuarla y así, cuando las pruebas rechazan a un gran número de inscriptos, pedimos modificarlas y aliviarlas, para evitar que se queden afuera.
Nuestros gobernantes han prohibido, absurdamente por cierto, que se divulguen los resultados académicos de los establecimientos educativos, un elemento fundamental a la hora de elegirlos. Lo toleramos pasivamente y, mientras, los exámenes de comprensión, de matemáticas y de ciencias a los que son sometidos nuestros jóvenes arrojan niveles de deterioro cada vez mayores.
Pero, tal como sintetiza magistralmente Eduardo Fidanza en la frase que encabeza esta nota, mientras podamos seguir consumiendo lo que queremos, y nos sigan entregando chupetines nacionalistas, no estaremos dispuestos a encarar ninguna acción o a levantar ninguna real bandera, aún cuando éstas sean la de la decencia frente a la corrupción rampante, la de la indignación frente al sojuzgamiento de la Justicia, la de la libertad frente a los abusos del poder.
La Argentina, una vez más, se encuentra frente a una dramática encrucijada: debe escoger, y hacerlo ya mismo, entre madurar como sociedad, recuperar sus instituciones –en especial, su Justicia- y reinsertarse en el mundo u optar por continuar así, en este camino de lenta pero permanente decadencia, que terminará por hacerla desaparecer como entidad jurídica. Si elige mal, alguna vez, como aquel geólogo encarnado por el incomparable Tato Bores, la humanidad entera se preguntará si alguna vez existimos.