Reelección en Colombia
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Quienes apoyan la reforma a la Constitución colombiana para permitir la reelección del presidente Álvaro Uribe arguyen, en primer lugar, que son innegables los éxitos del presidente y no se debe por esta razón poner en riesgo la continuidad de su exitosa gestión. En segundo lugar, señalan que la popularidad de Uribe es alta (65.9% según una encuesta reciente de Radio Cadena Nacional) y que la mayoría de los colombianos está a favor de la enmienda.
En un controversial editorial publicado el pasado 27 de agosto, El Tiempo de Colombia se valió de estos argumentos para articular su apoyo a la reelección del presidente. El diario colombiano añadió además que no consideraba la enmienda inconstitucional y que no había, en la lista de posibles candidatos, uno mejor que Uribe.
No se debe menospreciar o echar a un lado los logros del gobierno de Uribe, pues ellos, sobretodo en materia de seguridad, son significativos. Desde el 2002 –fecha en la que Uribe tomó el poder- los secuestros se han reducido a la mitad y los homicidios en un 10-11%. El número de masacres ha mermado aproximadamente en un 50%, y según cifras oficiales, la FARC es hoy entre 20 y 30% mas pequeña que en el 2002. La policía, que hace apenas tres años estaba ausente en más de un centenar de municipalidades, ahora se extiende, acaso por primera vez en la historia, a todas las municipalidades. En Colombia, gracias a Uribe, ahora hay más policías, más soldados y más tropas para lidiar con los graves problemas de seguridad del país.
Sin embargo, así como no se debe menospreciar los logros de Uribe, tampoco se deben subestimar los errores y fracasos, pues si se pretende justificar la reforma en razón de los éxitos, también es válido negar esa posibilidad en razón de los fracasos. Muchos críticos señalan, con razón, que los logros de Uribe han tenido un costo democrático acaso demasiado alto: el debilitamiento de instituciones claves gubernamentales, sobretodo las instituciones judiciales encargadas de monitorear y proteger el Estado de Derecho. La notoria reducción de consejeros a lo largo del país es un síntoma claro de este debilitamiento, pues su ausencia ha dejado largas porciones de territorio sin mecanismo alguno de fiscalización. También lo son las detenciones masivas y otros abusos por parte de las fuerzas de seguridad denunciados repetidas veces por la oficina del Alto Comisionado de la ONU para los Derechos Humanos. La misma reelección constituye una señal más de este debilitamiento, así como ese sistema de favores cruzados –donde se intercambian puestos por votos en el Congreso- que ha caracterizado la gestión de Uribe.
Otra crítica que, también con razón, se le hace al presidente es que su gestión se ha enfocado demasiado en temas de seguridad, a menudo relegando al asiento trasero otros asuntos importantes como el desarrollo rural –incluyendo la reforma de tierras, la reforma del sistema fiscal y del sistema pensionario. En Colombia, por ejemplo, el rédito de impuestos no llega al 20% del PIB y la distribución de tierras es altamente desigual. En el controversial editorial de El Tiempo, los editores admitieron, antes de pronunciarse a favor de la reelección, que “muchas de las grandes reformas anunciadas –pensional tributaria, judicial, estatal, etc.- fueron subordinadas al objetivo reeleccionista y quedaron a medias o siguen pendientes.”
Pero el desacierto más notorio –y más reciente- ha sido sin duda la célebre Ley de Justicia y Paz, una ley de “supuesta” desmovilización de grupos paramilitares aprobada por el Congreso a finales de junio. La ley ha sido justificadamente criticada fuera y dentro del país no sólo por comentaristas, analistas e intelectuales, sino también por diversas ONGs, incluyendo Human Rights Watch, el International Crisis Group, y mas recientemente, Amnistía Internacional, que solicitó al Gobierno español y a la Unión Europea un rechazo de la ley y de la desmovilización de los paramilitares porque la ley “incumple estándares internacionales de derechos humanos.”
Entre los muchos defectos de la ley vale la pena señalar algunos. En primer lugar, la ley no asegura la confesión de crímenes por parte de los paramilitares, así como tampoco ofrece incentivos reales para la revelación de información significativa sobre sus operaciones. La ley tampoco obliga a estos grupos a entregar sus riquezas y activos -ilegalmente adquiridos- a las autoridades, y lo que es más, los paramilitares responsables de atrocidades no recibirán sino magras sentencias de apenas un poco más de dos años, inaceptables cuando se consideran a los familiares de las víctimas de estos crímenes. Es decir, poco en la ley ayuda a desmantelar las estructuras políticas, criminales y económicas de estos grupos.
En principio no hay nada de malo con la reelección, pues a menudo es importante no sacrificar la continuidad de políticas exitosas, sobretodo en países inestables como Colombia. Sin embargo, no es correcto que un presidente en ejercicio modifique o impulse una reforma a la Constitución para hacerse reelegir, así su popularidad sea alta o la mayoría de la población apruebe la reforma. Incluso si se asigna un mayor peso al factor de “continuidad” de políticas exitosas, el caso de Uribe sigue siendo controversial, pues en primer lugar nada garantiza que otro candidato no pueda tener una mejor gestión –por ejemplo, el competente ex-alcalde de Bogotá, Enrique Peñalosa, podría resultar ser un buen presidente; y en segundo lugar, nada asegura que Uribe va a seguir teniendo éxito y los errores de sus políticas van a ser corregidos, o que el próximo presidente no pueda preservar los elementos exitosos de su gestión (por ejemplo, en materia seguridad). El fallo de la Corte Constitucional –que decidirá si la reelección va o no va- no debe dejarse influir por la popularidad de Uribe, ni mucho menos por el absurdo argumento de que Uribe es “difícilmente reemplazable.”