Opinión Internacional

Raúl Alfonsín, In Memoriam

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Días antes de que se celebrara el Referéndum Revocatorio, poco antes del mediodía del 12 o el 13 de agosto del 2004, recibí su llamado desde el hotel en que se hospedaba en Caracas. Hablamos brevemente, recordó nuestro encuentro en Buenos Aires, cuando lo visitáramos en su apartamento con Agustín Berríos, Ricardo Mitre y Adolfo Salgueiro. Y sin mayores rodeos me pidió convenciera a Enrique Mendoza de no adelantar los resultados del Referendum Revocatorio. En bien de la justa electoral, recuerdo haberle oído, el principal vocero de la CD debía esperar los resultados oficiales dados por el CNE.

Le aseguré que transmitiría el mensaje, más por diplomacia y buenos modos que por serle fiel a la verdad. Lo cierto es que no sólo no le transmití su insólito e indiscreto mensaje a Enrique Mendoza sino que tuve la esperanza de que nuestra principal figura cumpliera su palabra y asumiera la vocería de nuestros propios resultados, entregándole a la opinión pública los resultados de todos los exit polls de que teníamos noticias en cuanto estuvieran en nuestras manos. Un buen número de ellos, de empresas y medios.

De haberlo hecho, posiblemente otro gallo nos cantaría. Desde Unión Radio a la Coca Cola todos nos daban ganando por un cómodo margen de más de 10 puntos. La historia es conocida y ni merece ser recordada. De haber salido a la calle a defender lo que creíamos justo, posiblemente el régimen no hubiera tenido el campo despejado para asestarnos la puñalada trapera con que amaneciéramos el 16 de agosto. Será dudoso y no faltan quienes lo consideraron un triunfo justo, como el editor Teodoro Petkoff. Otros jamás fuimos convencidos. Ese fue un fraude descomunal de principio a fin, que jamás debimos haber permitido. La tragedia se consumó mucho antes del 15-A, cuando los actores no hicieron más que recitar sus papeles en la oscuridad de las tinieblas.

No tuve ocasión de volver a encontrarme con el admirable presidente argentino, quien se echara sobre sus hombros la pesada carga de sacar a su patria del pantano del militarismo dictatorial que le causara tantos sufrimientos. De haberlo hecho me hubiera encantado preguntarle si su sorprendente e inusitado llamado obedeció a una auténtica y espontánea preocupación suya, o si sirvió de mensajero de Jorge Rodríguez o de alguno de los directivos del CNE, entonces disfrazados de árbitros independientes. Hoy desenmascarados como mercenarios al incondicional servicio del teniente coronel.

Me entero esta mañana de su fallecimiento. Se habrá ido cargado de amargura ante el despeñadero en que se encuentra su amado país en manos de la peor y más aviesa forma de peronismo. La propia decadencia. Ninguno de los políticos argentinos – qué decir de los Kirchner, más próximos al gangsterismo pandillesco de las mafias sindicaleras argentinas que al radicalismo que Alfonsín llegara a personificar de manera tan diáfana y perfecta – se le acerca a los tobillos.

Tampoco él comprendió a cabalidad la gravedad del daño que Hugo Chávez, este tardío epígono del fascismo peronista, encubría tras su rosario de palabras. Sirvió sin saberlo al entronizamiento de un caudillo que ha ensombrecido a Venezuela como ningún otro militar o político antes de él.

Llegó la hora de su partida. Que descanse en paz.

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