Opinión Internacional

¿Quién dice que faltó Estado en Ilave?

(%=Image(2040196,»L»)%)(AIPE)- La opinión general, a izquierda y derecha, sostiene que en Ilave, una localidad peruana muy pobre del departamento de Puno, cercana a Bolivia, donde hace poco la población linchó al alcalde hasta la muerte, faltó Estado. No: en Ilave sobró Estado. Que algunos profesionales del crimen azuzaran a la multitud, y que Ilave no sea la localidad más pobre del Altiplano, no significa, como cree la derecha, que no se tratara de una rebelión popular -y salvaje- contra el Estado. Que los habitantes de Ilave no tengan la agricultura abundante y los servicios puntuales que reclaman, no delata, como cree la izquierda, la ausencia de Estado, sino su exceso.

El imperio aimara de Tiahuanaco, además de monolitos y cerámicas, creó una teocracia sofocante y colectivista. Cuando se disolvió, hacia el siglo 11, los pueblos se dispersaron y surgieron muchos reinos. Con ellos, vinieron guerras y expolios. Aunque muchas familias, antepasados de los actuales habitantes de Ilave, se concentraron en sus propiedades familiares, los choques entre señoríos y reinos perpetuaron la intromisión estatista.

Luego, los incas, en el siglo 15, se apoderaron de los aimaras, incluyendo el reino de los lupacas del que quizá descienden los habitantes de Ilave, sometiéndolos. Sí, el Estado les permitió practicar sus cultos y labrar la tierra de sus ayllus, pero se apropió de su carne y su lana. Mediante tributos y dislocaciones, el Estado los continuó aplastando.

Los españoles, extasiados por las minas de Puno, entraron a saco y se apoderaron de lo que había, infligieron más tributos y mitas, e hicieron suyas las mejores tierras. El Estado ibérico, como los anteriores, explotó a los aimaras.

La república oligárquica prolongó la Colonia. Los tatarabuelos y bisabuelos de Ilave vieron pasar la independencia desde el margen. El Estado era el instrumento mediante el cual una élite criolla monopolizaba todo: brujo que, mediante extraños trazos administrativos -departamentos, distritos- encuadraba a la población, sin consulta, dentro de su helada geometría política.

Los puneños empezaron a rebelarse. Llegó, en su nombre, la Reforma Agraria. ¿Y qué hizo el Estado? Regimentando a esos campesinos en rarísimas cooperativas (en la Sierra se llamaron SAIS) que nada tenían que ver con sus costumbres antiguas, repartió 10 millones de hectáreas expropiadas a los funcionarios a cargo de ellas. El 76 por ciento de la tierra fue a parar a esos extraños entes estatales y no a las comunidades campesinas y las familias, auténticas organizaciones ancestrales, que recibieron apenas el 12,8 y el 10 por ciento, respectivamente, quedando Puno marginado. El Estado destruyó el campo (había que alcanzar la “industrialización” por un atajo) y la agricultura pasó de representar el 14 por ciento del PIB a significar el 9 por ciento. Sin propiedad privada ni por tanto inversión, la agricultura puneña murió de a pocos.

Llegó el Estado democrático. Con Belaunde, los campesinos parcelaron las tierras de la Costa; en Puno, aunque hubo parcelaciones, lo que más hubo fue agitación. La ilegalidad era la única respuesta posible contra el Estado. En 1986, el Estado aprista de Alan García anunció que repartiría a las comunidades puneñas las tierras que antes controlaban las SAIS. Naturalmente, los angustiados campesinos trataron de organizarse en comunidades artificiales de la noche a la mañana para recibir el súbito millón de hectáreas ofrecidas. El caos jurídico fue tal, que aun hoy continúa: a las comunidades, que en muchos casos no respondían a afinidades reales sino a desesperados esfuerzos por adaptarse al reparto, el Estado les impidió disolverse. Tras cuernos, palos: controles de precios, expropiaciones, regionalizaciones burocráticas.

El Estado dictatorial de Fujimori corrigió algunas cosas con la ley de tierras de 1995 para facilitar la inversión privada, pero impuso su propia justicia en desmedro de los procesos de conciliación y solución de disputas de los propios campesinos, enredando aún más lo que ya estaba enredado. La cuarta parte de las comunidades campesinas de los Andes tienen problemas de linderos. La esporádica titulación de tierras fue convertida en un recurso populista.

Un engolado candidato Toledo pasó por Puno, prometiendo carreteras, regiones y abundancias. La promesa estatista creó expectativas imposibles. Y el Estado envió burocracia, represión, corrupción.

Tras esta saga estatista, ¿qué le quedaba a Ilave? Un recurso admirable: el contrabando, que es el libre comercio de los pobres. Aprovechando la ruta directa a Desaguadero, se dedicaron al libre comercio. ¿Qué hizo el Estado? Tanto el de Fujimori como el de Toledo los persiguió como delincuentes para proteger a productores que tienen voz y voto en Lima. Eludiéndolo, los pobladores de Ilave sobrevivieron y por eso no mueren de hambre.

Era cuestión de tiempo antes de que, sirviéndose de tanta frustración, algunos profesionales del crimen hicieran pagar el pato a quien tuvieran más a la mano.

No, no fue Estado lo que faltó en Ilave.

(*): Alvaro Vargas Llosa prepara un libro sobre las reformas latinoamericanas de los años 90 con el auspicio de The Independent Institute.

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