¿Qué nos hicimos?
“La clase política argentina no piensa en la solución de estos problemas básicos, los políticos ni siquiera los piensan como problemas, preocupados por sus carreras políticas, por cómo llegar al poder, por mirar su imagen en el espejo con la banda presidencial”
Walter Graziano
En 1919, el mundo entero –y me consta, pues tengo una enciclopedia editada ese año- discutía cuál sería el país que emergería, a partir de la primera posguerra, como potencia mundial; las opciones eran la Argentina y los Estados Unidos, y la mayoría se inclinaba por nosotros.
Cuando uno ve a los norteamericanos circular en tren de turistas, se da cuenta que, individualmente y desde nuestra particular óptica, son ingenuos, crédulos, inocentes, muchas veces carentes de cultura general, desinformados, etc.. En cambio, los argentinos, siempre a título individual, somos inteligentes, rápidos, “púas”, sagaces, “piolas”, “zorros”, “arañas”, pillos, sobre todo vivos, y muchos otros calificativos de idéntico jaez.
Entonces, cabe preguntarse si, siendo así, porqué entre todos ellos pudieron construir ese país mientras que nosotros, también entre todos, logramos hacer esta penosa realidad actual.
Guardando todas las distancias del caso, son compatriotas nuestros los mejores jugadores del mundo, a punto tal que lideramos los pases al extranjero, superando en eso hasta a Brasil. Sin embargo, nuestra selección nacional, en la que juegan muchas de esas verdaderas estrellas internacionales, no consigue grandes resultados, como cabría esperar.
Como simples ejemplos, también resulta indispensable a nuestro comportamiento como comunidad, esa en la que elegimos vivir. En la ciudad de Buenos Aires, que utilizo por ser la vidriera de la Argentina, sus habitantes cruzan la calle por cualquier sitio, estacionan sus autos donde les da la gana, tiran todos los desperdicios al espacio público y se lamentan de la suciedad del mismo, tocan bocina sin respetar lugar alguno.
Cuando las “bicisendas” están sobre los parques o en el Rosedal, los ciclistas no pueden utilizarlas porque están llenas de peatones y, cuando se encuentran en calles y avenidas, tampoco pues su paso es impedido por automóviles o containers. Los pescadores de la Costanera ocupan, diariamente, el mismo lugar, donde se encuentran con los mismos vecinos; sin embargo, dejan ese sitio –que han elegido y al que regresarán mañana- lleno de inmundicias.
La propia Costanera, y el parque Tres de Febrero, sufren diariamente el vandalismo llevado a su máxima expresión: se han destruido los bancos, las barreras de postes de cemento que impedían el estacionamiento sobre las veredas, se han arrancado las placas de los monumentos, se ha roto todo lo posible.
Nuestras escuelas y edificios públicos, el mobiliario urbano, son objeto de pintadas de todo tipo y color, y hasta las facultades y colegios parecen hoy signos de una civilización anterior.
¿Qué nos hicimos? ¿Por qué nos suicidamos? ¿Por qué nos derrumbamos? ¿Por qué nos autodestruimos?
Llevamos décadas enteras buscando respuestas para esas preguntas, y encontrando culpables siempre afuera de nosotros mismos: la sinarquía internacional, los organismos de todo tipo, los otros países, nuestra propia burguesía, los complots, los pactos oscuros, todo aquello que evitara que nos culpáramos, que nos convirtiéramos en los responsables de este desaguisado que no tiene antecedentes en la Historia.
Porque la realidad es que nos fue dado todo. El territorio más feraz del planeta, corrientes inmigratorias de calidad, generaciones enteras de individuos que pensaron –e hicieron- un gran país. Baste recordar que, en 1939, Argentina duplicaba la capacidad industrial instalada de todo el resto de América Latina, y no existía el analfabetismo. Nuestras universidades integraban la más selecta lista en la materia, y la Argentina era un espejo en el cual muchas naciones buscaban un ejemplo.
Para describir, hoy, que nos ha sucedido, nada mejor que leer la humorada que escribió Carlos M. Reymundo Roberts esta mañana, en La Nación (http://tinyurl.com/4gtu4xl), sobre el encuentro Cristina-Dilma. Conociendo mucho ambos países, ya que trabajo también en Brasil hace más de cuarenta años, debo decir que el señor Roberts es, lisa y llanamente, un genio.
Porque, como digo siempre, la verdad es que cada pueblo tiene el gobierno que se le parece, y los brasileños se merecían a esta Dilma, no a la que conocí hace diez años. Esta señora, que es la seriedad personificada en todos los ámbitos de su vida ha sido capaz de corregir, de un plumazo, las excentricidades de Lula en materia de política exterior, que describiera en http://tinyurl.com/ykhcwq7, que tan caro hubieran costado a Brasil.
Nosotros, en cambio, estamos gobernados por personajes que, cada uno en su especialidad, son paradigmas icónicos. Por supuesto, la lista debería comenzar por doña Cristina, pero la dejaré para el final.
Así, en cambio, empezaré por don Anímal, que después de haber cometido todas y cada una de las barrabasadas posibles desde sus lejanos tiempos de la Intendencia de Quilmes (cuando tuvo que fugarse para no ser detenido, mientras sus adláteres trasladaban cadáveres en heladeras) hasta los actuales, de su descascarado cargo de Jefe de Gabinete (en que llegó a negarse a cumplir una orden judicial y a mandar a seguir a una juez que había dictado otra). El permanente recorte que ha sufrido en sus atribuciones desde hace meses, que ha acatado con un desacostumbrado silencio, ¿se deberá a revelaciones que puedan llegar desde un determinado avión secuestrado en Barcelona?
Segundo en la lista aparece don Amadito, el buscador de paltas baratas, que no deja estupidez por decir en materia de economía pero que, sin embargo, continúa escalando posiciones en la pirámide kirchnerista, a fuerza de permitir el permanente saqueo de su ex feudo, la ANSES, gesta que repetirá desde otro ámbito, ahora que ha colocado a una de sus acólitas en la Presidencia de la Casa de la Moneda. Que este señor no solamente ignore, sino que haga gala de no saber nada de la cartera que tiene a su cargo, lo convierte, por derecho propio, en un ícono paradigmático.
Pero el lugar más destacado, sin duda, entre los primeros “parecidos” del país lo tiene el hijo de Jacobo. Que hayamos dejado nada menos que la Cancillería en manos de tamaño personaje habla bien a las claras de cómo somos después de lo que nos hicimos. Creo que hasta harían mejor papel en ese cargo Hebe de Bonafini o Luis D’Elía. Si don Néstor nos había condenado al ostracismo internacional con su “contracumbre” de Mar del Plata, don Héctor –con el tácito permiso de doña Cristina- nos ha hecho aún más desagradables para aquéllos cuyas inversiones pretendemos atraer para evitar que el “modelo” explote.
Tuvo razón Rodríguez Larreta cuando le pidió a Cristina que lo echara del cargo. Porque esperar que este oriundo de Creta tenga la más mínima dignidad y presente su renuncia después de ser desmentido tan públicamente por los de su propio bando en su ataque a Macri, amén de haber involucrado a Estados Unidos en una falsedad (¿recuerdan cuando la CIA y la Secretaría de Estado fabricaron la operación de Antonini Wilson y su valija?) de tal magnitud, sería pedirle peras al olmo.
A doña Nilda no parece irle mejor, pese a que la cuenta que estamos pagando por su designación al frente del nuevo Ministerio de Seguridad se mida en vidas humanas, amén de tesoros bancarios, Según parece, ni los muchachos de azul ni sus vecinos están dispuestos a que, con ellos, haga lo mismo que hizo con los de verde, de blanco y de celeste, y se lo están explicando claramente. Pero, bueno, la imagen es lo que importa, aún cuando haya dejado aún más indefensas nuestras fronteras, al retirar a los pocos gendarmes que la custodiaban, para evitar que Blumberg o alguien similar vuelva a ponerse de moda.
¡Y cómo olvidar a Guillermito, el Lassie de don Néstor, q.e.p.d.! Si yo fuera Jorge Asís, lo describiría como un maestro en el arte de arrugar. ¿O no fue lo que hizo cuando Brasil levantó las cejas ante sus nuevas intervenciones en materia de comercio internacional? Pretender, ahora, acallar las voces que miden la inflación real apretando a las consultoras privadas es tan ridículo como intentar hacerle creer a la gente que los precios de los supermercados son falsos. ¿Sus múltiples -y tan costosas para el país- ocupaciones le permitirán enterarse que ya existe Internet?
El daño que sus jefes le han mandado a hacer al futuro inmediato argentino en materia de mercados internacionales, de producción agro-industrial, de falta de inversiones de todo tipo, de inseguridad jurídica, tendrán que pagarlo varias generaciones. Y aún no ha terminado de hacerlo.
Comparado con quienes lo anteceden, don Julio debido aparece como un prócer, y además uno confiable, aunque su ministerio lleve el pomposo título de Planificación Federal, Inversión Pública y Servicios. Porque no es menester estar demasiado informado para saber que nuestros queridos K nunca tuvieron interés en el planeamiento estratégico de largo plazo para el país; sólo lo han hecho para enriquecerse y perpetuarse en el poder.
En esta lista faltan muchos, como el incómodo don Hugo “Camión”, don Jaime, don Capaccioli, don Uberti, el Presidente de Enarsa, y tantos otros, sin olvidar a los amici degli amici, pero la enumeración daría para escribir un libro entero y no es el caso.
Cerremos, entonces, con la inefable doña Cristina. Esa misma que esta semana (ha recuperado su verborragia habitual) exigió a los piqueteros de toda laya y origen que no corten la circulación, y realicen sus protestas en las veredas y cordones. Después de ocho años (se cumplirán en mayo) de tamaña permisividad para no “criminalizar” la protesta social, se recibió de ilusa: horas después, un gremio cortó la Costanera norte y la autopista Ricchieri.
Más grave aún es su ruidoso silencio (¡gracias, Asís, por el oximorón!) en relación al escándalo del avión con la droga es su permanente machaque sobre el éxito del “modelo”, especialmente cuando, después que el Gobernador Closs dijera que en Misiones hay 6.000 chicos desnutridos, hayan comenzado a morir por esa razón chicos en Salta.
Es que en Argentina, además de habernos suicidado, hemos convertido a la corrupción en un genocidio.