Que Dios no se los perdone
A Paulina Gamus, de un gentil
Mi abuela paterna era judía sefardita. Vine a saberlo de labios de mi padre, un cristiano irreductiblemente comunista que me lo contó ya anciano y al pasar cuando nos reencontramos en Buenos Aires muchos años después de que yo me viera forzado por razones políticas a emigrar de Chile, mi patria de origen. Soledad, mi esposa, cantaba en Buenos Aires y decidimos pedirles a mis padres que fueran desde Santiago para el ansiado reencuentro. Recuerdo haberles regalado el disco de cantos sefarditas que acabábamos de grabar en Madrid ˆ posiblemente la más bella creación de Soledad debida al respeto y al amor que siente por dicha comunidad -, cuya portada observó con divertida curiosidad. Me dijo: qué cosa, hijo, y pensar que tu abuela era sefardita.
Recibí la noticia como un regalo de los dioses. En los que por lo demás no creo. Pero saber enriquecida mi sangre con una tradición milenaria, con una fidelidad de siglos a la hermosa tradición hispana y con una cultura tan entrañable como la que esos ancestros perseguidos por la España inquisidora diseminaran en condiciones tan extremas y azarosas por toda la cuenca del Mediterráneo e incluso en la América recién descubierta, me llenó de un inesperado orgullo. No soy judío. Pero en el fondo de mi corazón llevo una presencia indeleble de ese pueblo que he amado y admirado desde que tomé conciencia de mi pertenencia al género humano.
Puede sonar contradictorio, pero mi amor por el pueblo judío nació y se acrecentó durante mis largos años de vida en la Alemania a poco de ser liberada del nazismo. La guerra y los recuerdos del Holocausto estaban aún presentes y en carne viva. Se hablaba de ellos con vergüenza y nostalgia en las tascas y cervecerías. Y una honda, una profunda vergüenza lastraba la conciencia de la generación de alemanes con los que compartía mi vida universitaria. Era, por cierto, la primera generación que osó levantarse contra sus progenitores y trazar una línea demarcatoria dramática, dolorosa, terrible. No debe ser fácil ser un convencido luchador por la democracia, la justicia y la paz y ser descendiente directo de quienes protagonizaron uno de los hechos más ominosos de la historia, como el nazismo y sus cámaras de gases. Esa generación, mi generación, lo hizo de una manera ejemplar: aireando todas sus diferencias y luchando en la calle, palmo a palmo, contra el autoritarismo alemán, rémora de ese pasado ominoso. Nos hicimos revolucionarios. Esa es una de las causas del famoso y ya olvidado Mayo del 68.
Que esas ideas y esos sentimientos, al cabo de los años sirvieran para elevar al Poder a un ágrafo teniente coronel golpista y, para mayor INRI, antisemita, no les resta la razón que tuvieran. Pero a mi me sucedió como narrara Karl Kraus en un bello poema maravillosamente traducido por mi amigo Rafael Cadenas:
Mi Contradicción
Donde la mentira gobernaba la vida,
Yo era revolucionario.
Donde imponían normas contra la naturaleza
Yo era revolucionario.
Con los que sufrían vivos he padecido.
Donde usaban la palabra libertad sin contenido,
Yo era reaccionario.
Donde oprimían el arte con artificios
Yo era reaccionario.
Y he regresado a lo primordial
¡Qué vergüenza me dan usted y su pandilla, Sr. Pressner! Traicionar la sangre derramada por millones y millones de judíos para venderse por doce denarios y un plato de lentejas a un epígono trasnochado de Adolf Hitler debe llenar de oprobio a nuestra hermosa y combativa comunidad judía. Que Dios no se los perdone.