Opinión Internacional

Pinochet y los “buenos” dictadores

Dos ironías marcaron la muerte de Augusto Pinochet hace unas semanas. La primera es que el nonagenario dictador chileno, que encabezó un régimen brutal que asesinó a más de 3 mil chilenos, torturó a casi 30 mil y forzó al exilio a más de 100 mil, murió nada menos que el 10 de diciembre, día internacional de los derechos humanos. La otra es que su deterioro de salud coincidió con el de Fidel Castro, el único dictador o ex dictador vivo del hemisferio occidental que lo supera en fama y también en capacidad de atraer tontos admiradores.

Este deterioro casi simultáneo de los dos tiranos, y acaso el hecho de que ambos representan polos opuestos del espectro ideológico, ha provocado una serie de comparaciones, la mayoría de las cuales favorecen al dictador chileno. El argumento es el siguiente: la dictadura pinochetista, aparte de haber sido más corta y de haber dejado un saldo menor de muertos que la de Castro, salvó a Chile cuando ya casi estaba al borde del precipicio comunista e impuso, luego de este acto redentor, unas reformas que abrieron una vía para la recuperación económica y la modernización. Pinochet hizo además algo que jamás siquiera consideró hacer el revolucionario cubano: ceder el poder después de ser derrotado en un plebiscito en 1988, permitiendo de esa manera una suave y pacífica transición a una democracia moderna que, bajo la dirección de una serie de gobiernos competentes, ha profundizado y perfeccionado las reformas pinochetistas, y llevado a Chile a las orillas del primer mundo.

Este argumento, que por razones que explicaré luego me parece un poco irritante, contiene algunas verdades, aunque es necesario añadir algunos matices y limar algunas exageraciones.

En primer lugar, decir que Pinochet salvó a Chile de convertirse en “una segunda Cuba” es, en el mejor de los casos, una especulación irresponsable. Las políticas Salvador Allende, es cierto, provocaron desabastecimiento, una caída significativa del ingreso per cápita, una inflación monstruosa y una polarización tremenda que Chile no había conocido hasta entonces, lo cual ayuda a explicar porque hoy Pinochet –a pesar de todos los crímenes que perpetró– cuenta todavía con millares de admiradores en su país. También es cierto que el gobierno de Allende, pese a tener un origen legítimo, había atentado en reiteradas ocasiones contra las instituciones que lo llevaron al poder. Pero con todo y eso no se puede afirmar que, para el 11 de septiembre de 1973, la oposición a Allende había agotado todas sus opciones frente a esta “amenaza comunista.” Y aunque la intención de un ala radical de Unidad Popular era claramente “cubanizar” a Chile, eso no significa que estaban en ese momento en posición de hacer realidad este plan. Indicador de ello es que el día del golpe la fuerza armada se asombró ante la poca resistencia armada que encontró a su paso.

En segundo lugar, hay que tener cuidado con la manera como se habla de las reformas económicas de la dictadura, pues algunos parecieran hacerle juego a Pinochet y aceptar su tiranía como una parte integral de sus exitosas reformas de libre mercado. Muchos lo hacen con un lenguaje deliberadamente ambiguo, pero otros –más sinceros– lo hacen de una manera explícita, sin explicar nunca porque los asesinatos, las torturas y la corrupción eran necesarios para imponer estas reformas. ¿Acaso no le bastó a Pinochet con disolver el congreso, prohibir los partidos políticos y los sindicatos, censurar la prensa y redactar una Constitución a su medida para poder implementar sus reformas sin esas fastidiosas trabas inherentes en toda democracia? ¿Acaso esas torturas y homicidios en Villa Grimaldi y esas numerosas cuentas millonarias en el exterior (¡que ascendían a 28 millones de dólares!) eran necesarios para crear un clima propicio para implementar estas reformas? En esto los defensores de derecha de Pinochet son igualitos a esos izquierdistas que justificaron los crímenes innecesarios de Stalin y Mao como sacrificios a veces inevitables del duro camino a la utopía comunista.

En tercer lugar, es absurdo destacar el hecho de que Pinochet aceptó ceder el poder después de ser derrotado en el plebiscito. Nadie niega que el dictador ha podido negar los resultados y mantenerse en el poder a la fuerza, porque después de todo esa era una posibilidad real en ese momento. Pero de ahí a afirmar que Pinochet aceptó los resultados por convicción democrática hay un largo trecho. Al dictador chileno la democracia no lo convencía, así de simple. Eso se nota a leguas no sólo en su comportamiento durante la dictadura, también en las amenazas que hizo después de ceder el poder (“El día que toquen a mis hombres [sus fuerzas de seguridad] se acaba el Estado de Derecho”, dijo en 1991). Si decidió no quedarse fue probablemente porque hizo sus cálculos y pensó que no sería fácil contrariar la voluntad popular y forzar a su ejército a irrespetar los resultados de un plesbicito que él mismo convocó siguiendo su propia Constitución. Además, ¿debemos acaso estar agradecidos porque Pinochet decidió ceder el poder sólo después de 17 años? ¿Debemos agradecerle el hecho de que no se quedó tanto tiempo como Castro?
Esto es precisamente lo que me molesta de las comparaciones que se han hecho entre Pinochet y Castro. Sí, es verdad que si hay que escoger entre uno de los dos dictadores probablemente el menos malo es Pinochet. Pero eso es como escoger entre dos venenos. Y no se debe olvidar que el progreso no es sólo un PIB alto, una inflación baja y un banco central independiente, también es la libertad de pensar y decir lo que a uno le dé la gana –algo esencial para crear un clima donde florezcan ideas como las que los asesores económicos de Pinochet importaron de Chicago y aplicaron con buenos resultados en Chile.

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