Petro en su nadir
La suerte parece haberlo abandonado a Gustavo Petro. Sus gesticulaciones de los últimos días, acudiendo al ruido, a la multitud y a la falsa reclamación de derecho, no parecen darle resultados. La gente que salió a la calle el pasado 10 de enero en Bogotá fue la minoría que los aparatos de izquierda del país utilizan rutinariamente como masa intimidatoria. Los bogotanos, siete millones de personas, le dieron la espalda a esa invitación. No hay que perder el sentido de las proporciones: los que desfilan a favor del alcalde destituido no son sino un puñado de personas, comparados a la ciudadanía total de la capital.
No hubo grandes violencias esa tarde, es cierto, pero unos días antes hubo una muerte misteriosa. Gerson Martínez, uno de los organizadores de la marcha, fue asesinado por desconocidos en un cerro suroriental del barrio San Cristóbal. Otra persona fue herida a bala, al lado de Gerson. La prensa parece desinteresarse del asunto, la policía dejó violar, según un matutino, la escena del crimen, y la Fiscalía guarda silencio y se demora en entrevistar a los testigos. ¿Por qué?
El paso de Petro por la alcaldía mayor de Bogotá culmina así de manera abrupta: con una destitución que no puede ser más legal y que la mayoría de bogotanos considera necesaria, con vocinglería obsesiva y con extraños hechos de sangre que algunos quisieran soslayar.
Las ejecutorias de Petro como alcalde mostraron su impericia y sus obsesiones anticapitalistas. El hombre que prometía un porvenir luminoso para Bogotá, después de los millonarios desfalcos cometidos por sus ex copartidarios, ni siquiera logró ser un gerente perspicaz de la capital. Por el contrario, le creó enormes problemas a la ciudadanía. Ahora, ante su derrota, insiste en usar sus armas habituales: verbalismo, ofuscación y amenazas. El estima que Bogotá está en deuda con él. Que ser relevado de funciones sería cometer una injusticia y que, sobre todo, la crisis de las basuras, que él y solo él desató, no fue sino un “complot” de sus enemigos. Tal acto de negación de la realidad no convence sino a los convencidos.
Al adoptar esa estrategia para atornillarse al cargo, Gustavo Petro no hace sino copiar las gesticulaciones de otro ogro izquierdista con ínfulas enormes: el mexicano Manuel López Obrador, súcubo de Fidel Castro y lacayo de Hugo Chávez, que perdió dos veces la elección presidencial y precipitó a la capital de su país en graves dificultades. La última vez, en 2012, perdió ante un candidato de centro, Enrique Peña Nieto. López Obrador decretó que la elección había sido “comprada” y le ordenó a su gente tomarse el Paseo de la Reforma y levantar campamentos, casuchas, letrinas. Eso duró seis meses. El día de la toma de posesión de Peña Nieto vandalizaron comercios y agredieron transeúntes. El daño a la ciudad fue enorme. En 2006, López Obrador decidió que él era el presidente electo y que un reconteo de los votos lo probaría. Y calificándose de “legítimo” tomó posesión de su “cargo” ente una multitud enardecida. Todo ese circo fue en vano.
Gustavo Petro sigue ese ejemplo: alebresta la gente desde los balcones de la alcaldía, insulta a sus adversarios, trata de ocupar de manera indefinida la Plaza de Bolívar, conmina al presidente Santos para que salga en su defensa, lanza un centenar de tutelas contra el acto de destitución, viaja a Washington para agitar los lobbies anticolombianos, pide medidas “cautelares” al CIDH, como si la justicia de su país hubiera cometido una atrocidad contra él, exige un nuevo choque de trenes (que el Fiscal Montealegre castigue al Procurador Ordóñez por cumplir con su deber), y hasta trata de empapelar a uno de sus críticos, el ex vicepresidente Francisco Santos, en un proceso por “contaminación ambiental, estafa y concierto para delinquir”. Petrista durante años, la revista Semana ahora cambia prudentemente de tono y asegura que tales ardores defensivos “no auguran buenos resultados”.
Petro es un hombre que miente y que ha mentido. Recuerde el lector las insistentes acusaciones de Petro contra el coronel Alfonso Plazas Vega de que lo había “torturado”, lo que era falso. Y los años que gastó como senador para lanzar contra el presidente Álvaro Uribe las peores infamias y calumnias, fría y sistemáticamente. Un hombre así no se merece Colombia.
Petro mintió de nuevo cuando dijo que las firmas recolectadas para obtener la revocatoria de su mandato eran un “enorme fraude”. Las autoridades dijeron lo contrario. Petro mintió cuando dijo que no le habían respetado sus derechos. En realidad, el interpuso más de 250 obstáculos para frenar el proceso de revocatoria y éste fue adoptado.
¿Por qué tantas contorsiones? Petro es, quizás, el hombre más visible de la primera fase, de la transición que algunos pretenden hacer, sin decirlo, de una democracia liberal-conservadora, imperfecta o no, a una democracia “popular” de salsa chavista, que terminará, como se vio en Cuba y en Venezuela, en el derrumbe de la economía y el desbanque de los idiotas útiles del primer ciclo de asalto, y con la toma de control férreo del poder por el partido “revolucionario”, encarnado, en el caso colombiano, por las Farc maquilladas que saldrán de las negociaciones en La Habana.
El argumento final de Petro es que, en una democracia, lo que vota el pueblo no lo puede deshacer el ministerio público. Falso. La democracia no consiste en atribuirle poderes omnímodos al voto. Ese es, por el contrario, el subterfugio de los dictadores, para legitimar su terror. Fidel Castro y Hugo Chávez entre otros siempre utilizaron el voto como coartada.
Petro afirma que la destitución pronunciada por el Procurador Ordóñez es “una violación a la elección del voto popular”. Y que prefiere una votación caliente de revocatoria a la fría destitución. El truco es simple. Quiere convertir el voto revocatorio en un plebiscito tramposo: por o en contra de la paz. ¿Quién podría votar en contra? Lo dice así: “Iremos a las urnas para decir no más guerras, no más mafias, no más élites”. ¿Es un llamado a la guerra civil?
El voto como acto superior a la Constitución y a la división de los poderes, es una falacia. Quien pretenda que el voto popular prevalece sobre la Constitución, y sobre el derecho, mina la democracia.
La Constitución da poder al Procurador General para vigilar la conducta de los funcionarios públicos, incluso los de elección popular. Petro lo sabe y ahora lo oculta. Infla al extremo el voto, lo potencia y le atribuye poderes mágicos. El absolutismo del voto jamás fue la esencia de la democracia. El déspota utiliza esa creencia para legitimar sus abusos.
El poder disciplinario es una de las atribuciones del Procurador General que la Constitución y la ley enmarcan. Lo democrático es respetar el orden jurídico, no confundir a la gente, sobre todo fuera del país, con leguleyadas.