¿Para qué prender las luces?
La reciente tragedia estadounidense ha provocado un fascinante ejercicio de interpretación que, ojalá, pueda prolongarse a otros campos con una vocación tan pública y masiva. La intelectualidad conocida y la que está por conocerse, vuelve al mundo real, sin complejos, aportando aquellos elementos que el debate ordinario no recoge, tan alérgico a los cuestionamientos de fondo.
Lo anterior no luce tan obvio cuando ha tenido relativo éxito el discurso de la violencia en el medio político. La guerra civil aparece en el horizonte con absoluto desparpajo, agotada la imaginación para el tránsito pacífico de las transformaciones. Opera como un chantaje a objeto de sostener a aquellos que, en sus comienzos, dirán controlarla y ganarla como si fuese una exacta operación matemática a la que hay que echar un poco de salivita poética.
El asunto no estriba en que toda guerra que vaya más allá de defender el derecho a la vida sea injusta, según – creo – leí a Amos Oz, sino que se haga una fórmula de vida, extendiéndose por tan largas décadas que su inicial fuerza moral sepa luego de increíbles disparates. Una violencia intestina, interminable, en la que –por más de una generación- no haya ganadores ni perdedores, militar y políticamente, la hemos visto en este lado del continente. Y, como resultado, tengamos regímenes de permanente extenuación.
Las hay, pues, justas e injustas, útiles e inútiles, artesanales y sofisticadas, rígidas y flexibles, de alta y de baja intensidad: ¿dónde quedan las jamás resueltas, crónicas, degeneradas, mil veces pretextadas, cuyos capitanes cuentan con un extraordinario talento propagandístico, capaces de sostenerse con un vomitivo desprecio a la vida humana, negando la existencia de aquellos que apenas piensen en el otro horizonte: la solución pacífica de los conflicto?.
La persecución, la tortura y la muerte, en nombre de cualquier cosa, se han paseado por América Latina, magníficamente ejemplificadas por las dictaduras. La democracia también exhibe sus cifras vergozosas, aunque admite la posibilidad práctica de la denuncia y la rectificación. Sin embargo, la llamada postdemocracia, la fórmula que –por indefinida- admite cualquier desventura conceptual, asoma la violencia como un hecho santificador.
La misma que puede afectar a los no pocos inocentes que el 11 de septiembre emplearon un avión, merodearon unas famosas torres y –como esos 200 bomberos que suponemos tan bien equipados, en contraste con los nuestros que deben ponerse en huelga para que nos enteremos que existen- intentaron salvar vidas ajenas. Los más atrevidos e insensatos, profesando absurdamente un antimperialismo de páginas amarillas, acuden a un razonamiento nauseabundo: los pasajeros, oficinistas, transeúntes y rescatistas en algo compensan las desastrosas incursiones estadounidenses por los lados de Vietnam. Y esto involuntariamente lo he escuchado en boca –incluso- de jóvenes que buscan desperadamente asirse de una revolución inexistente, en la Caracas que transcurre en medio de la lluvia como si – al menos- no hubiese existido un 27F, una tormenta Brett u otro acontecimiento que arrojara la vida misma por la borda.
Las acciones de Nueva York y Washington entraron a los terrenos de la distracción para algunos que lo disfrutan –además- en la infopista, bajando los programas de rigor para la mirada múltiple. Esos “algunos” ya lo creen noticia vieja y distante, esperando, como los domingos de la televisión local, un poco más de sangre: precisamente, nos acostumbramos a la distancia que supuestamente nos resguarda del terrorismo, los exterminios raciales, el holocausto nuclear, pues, por siempre espectadores, hasta podremos jugar a una guerra inminente, preferiblemente civil, finalizando cortésmente cuando nos aburra. Y los más viejos recordaremos sonreídos aquellas notas del “niño/no jugar a la guerra/porque la guerra es mala/jugar a la paz/ porque la paz es buena” que el 5, la Televisora Nacional, acompañaba con unos cortos en blanco y negro.
No se ha acabado la función, ¿por qué prender las luces?. Afortunadamente, vienen ahora los que tiene por oficio el pensamiento: ¿queremos también que sangren?.