Opinión Internacional

Obama y Latinoamérica

El repliegue de Estados Unidos en América Latina ha sido una de las historias más subestimadas de las últimas dos décadas. Desde la invasión a Panamá, no ha habido intervenciones militares unilaterales ni participación en golpes de Estado, y el Plan Colombia y las intervenciones en Haití (donde Estados Unidos actuó con apoyo de la ONU) han sido, sorpresivamente, las jugadas militares más controversiales. Con la elección de Barack Obama se ha reafirmado esta tendencia al repliegue, pero la mayoría de los gobiernos de la región no pareciera registrar ningún cambio. Venezuela, Bolivia y Nicaragua no han atenuado sus críticas al imperio. Brasil, Argentina y Ecuador han calificado de “decepcionante” la actuación de Washington en Honduras. Y casi todos los países han tenido una actitud inmadura con el embargo a Cuba (no reconociendo los esfuerzos iniciales de Obama para comenzar a desmantelarlo) y con el acuerdo militar entre Estados Unidos y Colombia (exagerando sus implicaciones). De esta difícil situación, Obama debe extraer tres lecciones.

En primer lugar, hay países -Venezuela, Bolivia, Nicaragua, Cuba- con los que es difícil tener una relación seria y constructiva, porque sus gobernantes parecieran no distinguir las diferencias y los desacuerdos de los ataques y el conflicto, y porque su manera de relacionarse con Estados Unidos está condicionada no tanto por lo que hace o no hace este país, sino por lo que es. A estos países no les interesa tratar de convivir con sus adversarios y son incapaces de medirse con ellos con la razón como árbitro. Su juego no es cotejar argumentos utilizando la razón, sino imponer sus visiones e ideas, independientemente de su fortaleza o debilidad.

Un ejemplo reciente de este comportamiento es la reacción de Venezuela al informe de la Comisión Interamericana de Derechos Humanos, organismo que forma parte de la OEA. El presidente Chávez dijo que el informe era “basura” y descalificó con vulgares insultos al secreatario de la comisión. Fiel a su estilo, evitó la sustancia de las críticas que hace el informe y trató de desacreditar a la comisión asociándola con Estados Unidos y con el golpe de abril de 2002 que lo depuso brevemente de la presidencia. Haciendo esto Chávez no buscó convencer a la gente utilizando herramientas racionales. Buscó simplemente desacreditar a su adversario con mentiras, distorsiones y manipulaciones. Su objetivo no fue ganar el debate con argumentos, sino simplemente imponer su versión, así no tuviera la razón.

La segunda lección es que en la actual coyuntura regional a veces es imposible compatibilizar la búsqueda de consensos con la defensa de la democracia. Un caso en cuestión es Cuba. El presidente de Honduras, Porfirio Lobo, no fue invitado a la reciente cumbre en Cancún porque, debido a que fue electo en unos comicios organizados por un gobierno de facto, muchos mandatarios de la región lo consideran un presidente ilegítimo. Pero Raúl Castro, que bajo cualquier parámetro objetivo es un mandatario menos legítimo que Lobo, sí fue invitado a la cumbre y tratado como un miembro digno de la comunidad hemisférica de naciones. Y unos días después, cuando murió un preso político cubano por una huelga de hambre, ningún gobierno de América Latina asomó la más mínima crítica a Cuba por la trágica muerte del disidente. ¿Por qué todo el mundo calló? En parte, porque atacar la dictadura cubana significa romper con el consenso regional. En efecto, criticando al régimen cubano por la muerte del disidente, Estados Unidos y Canadá rompieron con la visión de la mayoría.

En tercer lugar, la administración Obama debe entender que la hipocresía y los dobles estándares en la región son a veces manifestaciones de antiamericanismo, como lo demuestra también la crisis hondureña. Pese a una que otra pifia y torpeza, la respuesta de Estados Unidos a la crisis fue decente. Obama condenó el golpe; puso más énfasis que el resto de los países en la co-responsabilidad de Manuel Zelaya; presionó e impuso sanciones al gobierno de facto para que devolviera el poder al presidente destituido; y luego, cuando esta presión no hizo efecto, decidió aceptar el resultado de las elecciones de noviembre como una salida práctica a la crisis, enfatizando que “era un paso en la dirección correcta, pero no suficiente.” Y, desde entonces, el Departamento de Estado se ha dedicado a presionar a Lobo para que conforme una Comisión de la Verdad que investigue el golpe.

¿Satisfizo a América Latina este comportamiento, en el que Estados Unidos evitó interpretar el golpe a través del prisma ideológico de la Guerra Fría? No. Al contrario: varios gobiernos de la región, notoriamente el brasileño, describieron como lamentable esta actuación, criticando a Obama por no haber ejercido suficiente presión sobre el gobierno de Micheletti. El trato discriminatorio hacia Estados Unidos es evidente: la falta de intensidad de la presión estadounidense en Honduras provocó una fuerte condena. Al mismo tiempo, muchos de los países que criticaron a Estados Unidos –Brasil y México, entre ellos– se dan el lujo de hacer abiertos gestos de apoyo a Cuba sin recibir críticas de otros gobiernos, ni siquiera el estadounidense.

Avanzar en este campo minado de la geopolítica regional no es fácil. Pero, ciertamente, Barack Obama puede tener una política más inteligente para confrontar estos desafíos. Reconocer que Chávez y su combo del ALBA tienen un grado alto de impermeabilidad al argumento racional, y asumir que su liderazgo se nutre de la polarización, el antiamericanismo y la conflictividad, es un buen primer paso. A Chávez no hay que convencerlo de comportarse civilizadamente, sino hay que presionarlo, pujarlo y acorralarlo diplomáticamente para contenerlo y embridar su poder e influencia. La administración Obama ya pareciera haber tomado algunos pasos en esta dirección. Mediante una activa diplomacia, Estados Unidos ha logrado conciliar posiciones con Brasil en la búsqueda de una eventual reincorporación de Honduras al concierto hemisférico (una aceptación tácita de Brasil de que ya no hay mejor alternativa que aceptar al nuevo gobierno). Al mismo tiempo, Centroamérica también ha dado pasos firmes en esa dirección. Y con Brasil, Estados Unidos y Centroamérica pujando para el reconocimiento del gobierno de Lobo, el leverage de Chávez se reduce considerablemente. Y, si Chávez cede, el resto de los países del ALBA hará lo mismo, lo cual demuestra los beneficios de una diplomacia más agresiva.

La tesis de la no confrontación también debe ser revisada. Es cierto que la confrontación le permite a Chávez utilizar la estrategia del agresor externo y así aglutinar a su base bajo la causa común de la amenaza a la patria. También es cierto que le permite utilizar estas supuestas agresiones para desviar la atención de los problemas internos y explotar el antiamericanismo para proyectarse como un símbolo mundial de la resistencia al imperio. Pero esta tesis de no confrontación asume que no hay términos medios: o se confronta a Chávez o no se confronta. Ignora de antemano las posibles desventajas de no confrontar a Chávez en ciertas ocasiones, o las ventajas de confrontarlo cuando las circunstancias son ideales para hacerlo.

En la cumbre de Copenhague, por ejemplo, fue sabio ignorar los ataques de Chávez y el ALBA, porque ignorándolo se marginó al venezolano del debate climático y se evitó que acaparara titulares en la prensa mundial. Pero en la reunión de Unasur a finales de agosto de 2009 la estrategia de no confrontación fue contraproducente. En el foro se debían abordar dos asuntos importantes: el acuerdo militar entre Estados Unidos y Colombia que otorga acceso a militares norteamericanos a siete bases colombianas; y la incautación a guerrilleros de las FARC de lanzacohetes venezolanos. La denuncia de los lanzacohetes era más grave que el acuerdo, pues refuerza la evidencia ya copiosa que Venezuela brinda apoyo a un grupo guerrillero que busca derrocar a un gobierno democrático y es conocido por reclutar niños, participar en el tráfico ilícito de drogas, y secuestrar y asesinar a ciudadanos inocentes.

Pero por una mezcla de razones, entre las cuales está la renuencia a confrontar a Chávez, ningún país (excepto Colombia) le exigió explicaciones a Venezuela. ¿El resultado? Pues que esta gravísima denuncia fue desplazada a los márgenes, algo que no hubiese ocurrido si una alianza de países –quizá organizada con los amplios recursos diplomáticos de Estados Unidos– se hubiese formado antes de la reunión para confrontar abiertamente al presidente venezolano. Pues, si Chávez no es confrontado en estos foros sobre asuntos tan graves, aumentan las posibilidades de que Venezuela continúe con estas prácticas. La confrontación, pues, no debe ser descartada de antemano, a pesar de que en muchos casos puede ser contraproducente.

Sobre el difícil equilibrio entre el multilateralismo y la defensa de la democracia, Estados Unidos debe buscar una política más clara y consistente en la que se busquen siempre maneras creativas de no sacrificar, en aras del multilateralismo, la defensa y promoción de los valores democráticos. Esto no quiere decir que esta política debe ser inflexible y aplicarse igual en cada caso (cierto grado de hipocresía a veces es inevitable). Pero esta flexibilidad debe tener límites. Después de todo, no debería ser muy difícil –sobre todo considerando que Obama es uno de los líderes más populares de la región y Chávez y Castro los menos populares– reunir un grupo de países que exijan aplicar los mismos estándares de la Carta Democrática Interamericana a Cuba, Venezuela y Honduras, así sea ejerciendo una diplomacia agresiva, como la de Venezuela. Ni tampoco promover activamente una discusión más abierta y racional sobre las amenazas a la democracia en la región, y sobre la falta de democracia en Cuba. Pues dar la batalla en el campo de los argumentos y las ideas no debe ser visto como una contraproducente actitud imperial, como quiere hacer creer Chávez.

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