NOBAMA
El primer presidente que recibió un Premio Nobel de la Paz fue Theodore Roosevelt, en 1906, por auspiciar una firma de paz entre los imperios de Rusia y Japón, y sin embargo, se le recuerda más como el propiciador de la política del “Gran Garrote” (“habla de manera suave y muestra un palo gordo, así llegarás lejos”), la cual le permitió ejercitar la diplomacia haciendo saber a sus adversarios que estaba dispuesto a actuar violentamente de ser necesario. Los historiadores coinciden que Roosevelt inició el imperialismo estadounidense en el siglo 20.
Obama habla de manera suave, y hasta ahora se ha empeñado en promover el multilateralismo, pero su país está en guerra en Afganistán y contra Al Qaeda, y en el horizonte se divisan varios conflictos complejos que tendrá que enfrentar, entre otros, el de la posibilidad de Irán intentando construir armas nucleares. Cuando el galardonado es el presidente de la mayor potencia del planeta – por más que su crisis económica haga cuestionar si está en declive – no es de extrañar que abunden interpretaciones tan contrarias como la del Nobel como estimulo para continuar un política conciliatoria (otros la definirían de “capitulación preventiva”), o como un intento de “atar de manos” a Obama en caso de que futuros acontecimientos lo presionen a tomar decisiones bélicas.
Una lección queda clara del caso de Theodore Roosevelt, y los de otros funcionarios en cargos gubernamentales que recibieron un Nobel de la Paz, como Henry Kissinger, hoy asociado más a su rol en el golpe de Pinochet en Chile, que a las negociaciones para poner fin a la guerra de Vietnam: No es sabio otorgar este tipo de premios a un político en pleno ejercicio del poder, a menos que sea por méritos muy concretos que independientemente de su futuro comportamiento, sean comprobados hitos históricos.
Ejemplos de estas excepciones, son el Nobel de 1993 a Frederick De Klerk, entonces presidente de Sudáfrica, junto a Nelson Mandela, por acordar el fin del sistema de apartheid (segregación racial) en su país, el cual establecía el fin de su mandato en el poder para conducir a elecciones generales en el país; o el recibido en 1998 por John Hume, líder católico de Irlanda del Norte, que junto a su acérrimo enemigo de años, el unionista protestante David Trimble, firmaron el llamado “Acuerdo de Viernes Santo” cimentando las bases de un gobierno de unidad nacional en el Ulster. Sin embargo, Trimble expresó al recibir el premio – a sabiendas de la enorme brecha entre las buenas intenciones y la materialización de la resolución de un conflicto tan complejo – su esperanza de que el Nobel “no resulte ser prematuro”.
Estos y otros ejemplos muestran por qué el Comité Nobel juega con “dinamita” (el invento de Alfred Nobel que le inspiró a crear la fundación que otorga estos galardones), al seleccionar a un presidente que aun no ha dejado un logro concreto por la paz. Obama promete – con palabras y con algunos hechos – que quizá sea merecedor del Nobel algún día, pero en este momento, el premio se ve más como una carga para su gestión o para su imagen futura.
En todo caso, el Nobel a Obama, con fragancia a Oscar, bien simboliza a nuestros tiempos mediáticos, en los cuales, con perdón de la tergiversación de la frase, “el fin parece justificar a los medios de comunicación”.