Opinión Internacional

Muerte al Estado

No ha sido pródiga Venezuela en generar avaricias. Otros países latinoamericanos, como México con Carlos Slim y sus 35 mil millones de dólares, han visto nacer y acrecentarse inmensas fortunas pecuniarias. La Argentina de las pampas y los mataderos. Incluso Chile con sus minas de plata. Nuestro primer rico fue Guzmán Blanco. Se comentó en su tiempo, cuando gozaba de su fortuna en Paris y la utilizaba como señuelo para emparentar su apellido con la nobleza arruinada de la Francia bonapartista, ser el hombre más rico de América Latina. Se le fue por entre los dedos. Como todas las fortunas mal habidas. Medido en cifras globalizadas, ¿quién de nuestros multimillonarios resiste una comparación con Bill Gates? Cisneros no se empina hasta el primer millardo. En la corte de los plutócratas no es más que un arrimado. Y Lorenzo Mendoza lo supera con grandes esfuerzos. No, definitivamente: Venezuela no ha sabido crear grandes riquezas individuales. Y su empresariado no ha sido agraciado con el talento de la creación, mantenimiento y defensa de sus riquezas.

Tal vez en esa carencia se encuentre el misterio de la pobreza franciscana de nuestra burguesía y su radical, raigal y desastrosa incapacidad política. Pues allí, en la ausencia de una burguesía de tomo y lomo radica una de las más graves y acuciantes falencias de nuestro sistema político. Con su correlato: la virtual inexistencia de una derecha como Dios ordena. Como la que consolida a la democracia colombiana y mantiene en jaque a las FARC. Como la que salvó del desastre al Chile de la Unidad Popular. Así lo haya hecho con la nariz tapada y la mano armada de su aborrecido estamento militar. Derechas, las de Chile, Perú y Colombia. Incluso la de Brasil, que ha sabido montar en escena a un socialdemócrata de corazón bolchevique. La de Venezuela mueve a risa: puros muertos de hambre.

Pródiga en cambio, como ningún otro país de América Latina, ha sido Venezuela en avaricias políticas. Caudillos con ansias vitalicias los ha tenido desde su nacimiento, con Bolívar a la cabeza. A quien, si no se le cortan a tiempo las patas y no le traicionan los pulmones hubiera gobernado como Rosas en Argentina o el Dr. Francia en Paraguay. Tenía ímpetus como para gobernar por medio siglo. La tisis y la Gran Colombia se le cruzaron en el camino. De allí en adelante se nos amontonan los tiranos. Antes de los cuarenta años de democracia ningún caudillo dejó de aspirar al logro de Juan Vicente Gómez: 27 años de despotismo y control absoluto sobre la cosa pública. E incluso: ni Caldera ni Pérez pudieron sustraerse al influjo de la avaricia política. Es el mal de la república. Dilapidaron la mitad del tiempo que Dios le destinara a nuestro experimento
democrático.

He allí la clave de nuestra franciscana pobreza empresarial: el caudillismo como medio para hacerse de una sola zampada y sin mayores esfuerzos preparatorios de la única riqueza descomunal que existe en Venezuela: la que detenta un Estado macro cefálico, flaco de piernas, gelatinoso y falto de entendimiento. El idiota de la familia. Pronto a caer en brazos del primer aventurero que lo tome por asalto. Mediocre pero ambicioso, avaro y manirroto como un heredero fortuito. ¿Quién en el mundo ha dispuesto libremente, sin control alguno y con absoluta discrecionalidad de novecientos mil millones de dólares? Ni Bill Gates ni Carlos Slim. Busquen en Forbes: ni los cien más ricos del universo reúnen tal fortuna. Sólo el teniente coronel Hugo Rafael Chávez Frías. No le queda un centavo.

Esa es nuestra desgracia: un Estado absolutista, dueño de todo, dueño de nada. Esa es nuestra desgracia: el caudillo aventurero que se lo apropia para su propio y personal disfrute. Para tirarlo a la marchanta. Llegó la hora de expropiarlo. Es una aspiración fundamental. Sólo expropiando al Estado y transfiriendo sus riquezas mal habidas al ámbito privado, podremos crear las bases para una democracia sólida y estable. Una democracia capaz de sustentarse en los ciudadanos y no en la voluntad desquiciada del caudillo de turno.

Esa, ninguna otra, es la gran tarea de nuestras futuras generaciones. Arrinconar y minimizar al Estado, para que permita el florecimiento de la ciudadanía. No hacerlo nos tendrá sujetos al arbitrio de los piratas de la política. Y que Dios nos agarre confesados.

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