Opinión Internacional

Memorias

I. El 30 de abril de 1985 llegué a Montevideo como miembro de la
representación venezolana en la toma de posesión de Julio María Sanguinetti,
el primer presidente uruguayo electo democráticamente después de casi una
década de dictadura militar, una de las más sanguinarias (al lado de la
argentina y la chilena) que haya conocido la América latina. A pesar de que
viajábamos en un vehículo con los distintivos del protocolo, se hacía
imposible el acceso al hotel donde debíamos alojarnos: una multitud se
hallaba concentrada en la calle y en la plaza frente al mismo; ondeaban
centenares de banderas rojas del Partido Comunista uruguayo y pancartas de
otros movimientos de Izquierda; las consignas propias de esos movimientos se
elevaban en ruido ensordecedor. Cuando al fin pudimos estar cerca del hotel,
pudimos observar en el balcón principal del mismo, la figura de Daniel
Ortega -el presidente de Nicaragua- con uniforme militar saludando a sus
admiradores uruguayos. La gente le pedía que hablara pero, respetuoso de las
normas protocolares, se limitó a gestos victoriosos y a saludos con ambas
manos.

La escena me impresionó, cuando observé de lejos a la multitud pensé que
estaba allí para vitorear al Presidente que acaban de elegir y que tomaría
posesión al día siguiente; no para idolatrar al ex guerrillero, pupilo de
Fidel Castro. Lo que más me chocó fue el uso del uniforme militar en un país
extraño, precisamente uno donde otros militares acaban de ser desplazados
del poder que ejercieron con crueldad ilimitada, traducida en asesinatos,
torturas y desapariciones de sus oponentes políticos. ¿Es que para esa gente
había gobiernos militares buenos y gobiernos militares malos según se
proclamaran anticomunistas o pro comunistas?

II. No puedo recordar la fecha pero fue a mediados de 1989, las mujeres
parlamentarias fuimos invitadas a un almuerzo en La Casona. Lo ofrecía la
primera dama Blanca de Pérez en honor de la señora Violeta Chamorro, virtual
candidata presidencial en Nicaragua. Cuando estábamos en los postres llegó
el Presidente Carlos Andrés Pérez y después de saludar aquí y allá, se sentó
en nuestra mesa. Jamás podré olvidar su comentario sobre la agasajada: “la
pobre, es una magnífica persona pero no tiene ningún chance, es apenas un
ama de casa”.
Esa opinión explicaba el porqué de aquella reunión
absolutamente femenina; una especie de Te Canasta sin barajas. El 25 de
febrero de 1990 la “pobre ama de casa” derrotó al poderoso, invencible y
heroico Comandante Daniel Ortega, icono (junto a Fidel Castro) de la
Izquierda mundial. Logró el 54% de los votos, 14 puntos por encima de la
votación de Ortega. La gente salió a votar sin amilanarse ante las presiones
y amenazas de toda índole, incluso de la violencia y del terror desatado por
las bandas armadas oficialistas que disparaban contra las filas de electores
  Nadie hubiese podido vaticinar aquellos resultados; el gobierno sandinista
había realizado concentraciones multitudinarias en los días anteriores al de
la elección y todas las encuestas le auguraban una victoria por amplio
margen. ¿Cómo podían adivinar que bajo aquella apariencia de popularidad
blindada se escondía la voluntad mayoritaria de todo un pueblo, de librarse
de un gobierno abusivo, arbitrario y obscenamente corrupto? Lo demás es
historia ampliamente conocida. La “pobre ama de casa” logró el reencuentro
de los nicaragüenses y devolvió a su nación a la vida democrática, con paz y
libertad. Los sandinistas, con Daniel Ortega a la cabeza, siguieron y siguen
siendo una referencia política importante pero, tres derrotas electorales
consecutivas han sido la respuesta mayoritaria de los nicaragüenses a todo
intento de volver al pasado ominoso que significó su gobierno de tan ingrata
recordación.

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