Opinión Internacional

Medellín y el urbanismo social

Medellín es, después de Bogotá, la segunda ciudad por tamaño de Colombia, pero eso no ha sido un obstáculo para que mantuviera un marcado perfil propio en el ámbito nacional tanto en la esfera de la economía como en la cultural. En lo esencial, ella no era muy diferente de la mayoría de las ciudades latinoamericanas: ubicada en un valle a unos 1.500 metros sobre el nivel del mar, en la actualidad aloja una población de 3.300.000 habitantes en el área metropolitana y 2.200.000 en el municipio de Medellín. Como ha ocurrido en otras ciudades de la región, sobre los más pobres han operado inexorables mecanismos de exclusión que se reflejan en la masiva ocupación de las laderas del valle por viviendas de autoconstrucción erigidas en condiciones urbanísticas sumamente precarias, que alojan más de la mitad de la población y tradicionalmente han conformado comunidades aisladas entre sí, muchas veces incluso enfrentadas violentamente.

Hacia los años ochenta del siglo pasado la ciudad debió encarar una situación realmente límite, que amenazaba con hipotecar definitivamente su futuro: el auge extraordinario del narcotráfico bajo el liderazgo del llamado cartel de Medellín que convirtió esas barriadas de difícil acceso y cargadas de frustración en sus baluartes- la transformó en la capital mundial del crimen llegando a registrar tasas cercanas a los cuatrocientos homicidios por cada cien mil habitantes. En los noventa fue desarticulado el liderazgo del narcotráfico tradicional, pero eso no bastó para superar el problema porque fue sustituido por las escuadras paramilitares de las Autodefensas Unidas de Colombia (AUC) y las milicias urbanas de las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (FARC) y el Ejército de Liberación Nacional (ELN), esas sedicentes organizaciones revolucionarias que han hecho del secuestro y la extorsión sus armas predilectas.

En semejante contexto era difícil imaginar qué tipo de incentivos podría poner en práctica esa ciudad para contrarrestar un temor a invertir en ella que iba más allá de la inseguridad y que se relacionaba con por lo menos dos de sus consecuencias más inmediatas: el desmantelamiento de la institucionalidad formal (es decir, la consagrada de manera explícita en el sistema legal) y una difusión capilar de la corrupción que hacía prácticamente imposible cualquier cálculo racional no sólo en materia económica.

Particularmente durante la gestión del alcalde Sergio Fajardo (2004-2007) la ciudad entró en un fulgurante proceso de transformación en el cual ha jugado un rol relevante un reenfoque de las políticas urbanas que enfatiza su carácter integral estructurándolas a lo largo de los siguientes ejes:
• El predominio del interés colectivo sobre el particular;
• la prioridad de lo público sobre lo privado;
• el énfasis en la función social y ecológica de la propiedad;
• la apuesta por la competitividad y la innovación;
• la permanente atención a la inclusión social y la equidad.

Probablemente el parámetro más objetivo para medir los cambios ocurridos en Medellín en estos años sea el índice de homicidios que entre 2002 y 2007 ha conocido una reducción fantástica, pasando de 184 por cada 100 mil habitantes en el primer año a 26,3 en el último. Se trata de un éxito que no es simplemente el resultado de una política convencional de seguridad pública, no importa cuán lúcida e implacable ella hubiera sido, sino de algo mucho más complejo que algunos han tratado de resumir en el concepto de “urbanismo social”.

Los políticos latinoamericanos han tendido a ver la planificación urbana como una suerte de lujo, posible de poner en práctica solamente una vez que se han alcanzado ciertos umbrales del crecimiento económico y el desarrollo. En Medellín, pero también en otras ciudades del continente, se ha comprobado que, por el contrario, la planificación urbana puede ser un instrumento capaz de impulsar el desarrollo si se la concibe en el marco de un proceso de transformación de la sociedad y dignificación de los espacios de la vida en común. En el caso específico de Medellín ese enfoque se ha manifestado en que cada victoria sobre el delito se ha visto acompañada de acciones sociales y urbanísticas dirigidas a crear nuevas centralidades que, sin descuidar el resto de la ciudad, han puesto el acento en las barriadas que estuvieron controladas por el narcotráfico y otras formas de delincuencia. Centralidades que están definidas por la convergencia de los nuevos sistemas de transporte público de alta calidad con espacios públicos (parques o plazas) también de alta calidad y edificaciones de impecable arquitectura, normalmente seleccionada a través de concursos, que alojan centros cívicos, escuelas, centros de formación de emprendedores y comercios; un aspecto de especial relevancia es que la calidad de esas nuevas centralidades y la seguridad que ofrecen han comenzado a atraer a usuarios y visitantes residentes en otros sectores de la ciudad en lo que pudiera ser el inicio de un proceso de superación definitiva de las situaciones de segregación y exclusión tan característicos de nuestras ciudades.

El sorprendente y desde luego grato éxito de Medellín ha sido ampliamente reconocido, pero vale la pena citar las expresiones de Oriol Bohigas, uno de los artífices de otra transformación urbanística excepcional: la de la Barcelona olímpica. Luego de una visita a la capital antioqueña, destacaba este autor en el periódico español El País del 6 de septiembre de 2007 cómo se trata, en efecto, de “un plan de reforma social de la ciudad, basado primordialmente en una reconstrucción urbanística”, para reconocer de inmediato que estamos frente a “un hecho importante y un intento de gran trascendencia para las experiencias urbanísticas y políticas contemporáneas.” Viejo zorro de las lides urbanísticas y arquitectónicas, Bohigas, a quien le tocó vivir el oprobio del franquismo pero también las expectativas y los sobresaltos de la transición de España hacia la democracia, no compra productos a ciegas, por lo que prefiere matizar su entusiasmo: “Hay que observar atentamente la evolución de todas estas actuaciones, no sólo para comprobar sus resultados, sino para tener nuevos testimonios respecto a la eficacia social de la reconstrucción urbana en un lugar que ha sido tan conflictivo como Medellín. ¿Hasta qué punto será un elemento crucial y quizás definitivo en el logro de una elevada convivencia, una reducción de conflictos mortales, una elevación de la civilidad? ¿Hasta qué punto la operación urbanística reforzará e incluso provocará las indispensables medidas públicas para asegurar un nuevo orden social? ¿No hay que temer, incluso, una posible banalización de ese urbanismo que tan acertadamente prefiere transformar la realidad a derribarla, ofreciendo el conformismo de lo pintoresco como un sustituto de los cambios radicales?”
Pero el balance no deja dudas: Medellín (y digámoslo: unas cuantas otras ciudades de nuestro continente) ha abierto, más que una esperanza, un posible camino: contrariamente a lo que se pensaba hace pocas décadas, incluso, lamentablemente, se sigue pensando entre nosotros, poder contar con ciudades dignas, cuyos habitantes alcancen el estatus pleno de ciudadanos, no parece contarse más entre los que Borges llamaba “nuestros imposibles”. Desde Medellín a Curitiba, pasando por Bogotá, Lima o Guayaquil, hay varios laboratorios urbanos abiertos en América Latina que, como afirma Bohigas, van a tener repercusiones importantes más allá del ámbito estrictamente urbanístico y más allá de nuestras fronteras.

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