Mandar y gobernar
“No maduraron los frutos
que tuvieron mal tempero;
aún están verdes por fuera
y ya se pudren por dentro.”
José Bergamín
MANDAR SIN MAS ES CASI LO CONTRARIO DE GOBERNAR
La situación política actual es harto confusa. Los españoles acudimos prestos a votar con civilizada ilusión. La verdad es que el fraude electoral, antaño tan corriente, ha desaparecido de nuestras costumbres políticas. Pero no todos los políticos elegidos parecen admitir la regla del juego que consiste en que nos tienen que representar a todos nosotros. Muchas veces sucede que luego esos elegidos se convierten en electores de segundo grado, sin que les hayamos facultado para ello. Empiezan a funcionar los famosos pactos. Pase cuando son entre versiones locales de una misma corriente ideológica. Pero a veces son pactos contra natura. Por lo menos da la impresión de que son arreglos para impedir que gobiernen los otros. Si los otros son los que han recibido más votos, la operación resulta sospechosa. Menester será explicar esta degeneración de la naturaleza democrática. Para ello se necesita tener clara una distinción, que no es un capricho lingüístico. Es la que contrapone mandar y gobernar. No son equivalentes. Recuerda la vieja distinción escolástica entre potestad y autoridad. Sólo que aquí se refiere a una cuestión de hechos, no de principios.
Gobernar es atender primero los intereses de los ciudadanos. El problema es que esos intereses son distintos y a veces hasta contradictorios. La única forma de resolver el enigma es la libérrima discusión pública. Cuantas más opiniones, datos, manifestaciones de intereses y deseos, mejor. Por lo menos, menos graves serán los errores.
La cuestión está en administrar bien los dineros del común. Todo lo que concierne al erario público es sagrado. Con esa creencia empezó a funcionar la democracia. El principio de oro es que no se debe satisfacer una necesidad actual a costa de cargar la deuda a la generación siguiente. La regla de plata es que cualquier dispendio público se puede hacer con un menor coste. La norma de bronce es que, si el gobernante se equivoca, debe por lo menos rectificar, pedir perdón y, en último término, irse. De ahí que sea viciosa la práctica de que el político no tenga una profesión previa, un modo particular de ganarse la vida. El mejor gobernante es el que pierde dinero dedicándose a la política. Si se decide a ello es porque gobernar proporciona la gran satisfacción de resolver los problemas que afectan a muchas personas. La cualidad primera del gobernante es saber interpretar las demandas sociales. Por desgracia, las urgencias de la política le impelen a estar hablando continuamente, lo que le hurta tiempo para informarse. Por ahí viene la degradación del gobernante, hasta convertirse en un simple mandamás, esto es, el que manda sin más.
Mandar sin más es casi lo contrario de gobernar. Se parece en que, aparentemente, son actividades que ejercen las mismas personas. Pero, si bien se mira, unos son los verdaderos gobernantes y otros “los que mandan”. Los primeros tienen autoridad y poder; los segundo sólo poder. El que simplemente manda se preocupa ante todo de sentarse sobre la poltrona y de seguir sobre ella el mayor tiempo posible. El que sólo sabe mandar no suele saber escuchar. La transformación del político de raza, de vocación, en mandamás se nota en esto: llegado ese momento ya no se puede hablar con él, ya no escucha. Está acostumbrado a que sus opiniones sean declaraciones. Pretenden ser la representación verdadera y total del país, cuando no su encarnación. Ese último acto sería el del endiosamiento.
Es patético el espectáculo de los que quieren ser alcaldes aunque su partido no haya sido el más votado. Las racionalizaciones para unirse a otras fuerzas resultan a menudo disparatadas. Esa unión puede ser interesada en su peor sentido. En definitiva surgen de no se sabe dónde las ganas de mandar a toda costa. A partir de ahí va a ser difícil gobernar. La norma actual de los diabólicos “pactos” es un estímulo para que proliferen los partidos localistas, extravagantes, caciquiles. No se proponen gobernar, les basta con tener un diputado o concejal. Con esa sola presencia se convierten en la llave de sustanciosos “pactos” que aúpen a otros por la grada del poder. Naturalmente, ese favor se cobra en influencia personal. Al final no se gobierna, pero se manda. Estamos ante una gigantesca evaporación de las esencias democráticas. La democracia es más que nada una cuestión de aroma.
No me refiero a la continua negociación y pausada cesión en que consiste la acción política civilizada. El gobernante sabe colaborar con la oposición, reconociéndole su parte de razón, porque nadie la tiene toda. Pero esa disposición prona al consenso está reñida con su caricatura, que es el pasteleo. Hay que separar muy bien la virtud del gobernante del vicio de intentar mandar a cualquier precio.
También aquí hay grados. Se debe reconocer un natural deseo de mando en toda persona que gobierna. Está en la naturaleza humana. Nada más general que el impulso de poder. Por tal debe entenderse la satisfacción que se consigue al hacer que otros se comporten como uno desea. Es un legítimo placer, pero tiene que atemperarse a unas normas para que no produzca más males que bienes. El grado más nauseabundo es lo que llamamos corrupción. Pero no hay que llegar a ese extremo. Basta con el suceso más corriente de que el impulso de mandar aproveche sólo a la hueste ideológica del poderoso. Este se convierte en un caudillo, esto es, en un cabecilla de su particular cuerpo o mesnada. En el mejor de los casos habrá servido a su “programa”, pero no a todos los ciudadanos. Es este último servicio el que pretende el buen gobernante. Y es que, como dijo el poeta: “Las cosas que están pasando / no se nos van a quedar / en lo que se están quedando / quedándose sin pasar: / Porque no están contando / cuentos de nunca acabar. / O de acabar de tal modo / que será acabar con todo”.