Latinoamérica hoy, posibles caminos al desarrollo
No es fácil una aproximación a la realidad latinoamericana en tan corto espacio de tiempo. Lo intentaremos.
Debemos empezar diciendo que tenemos un problema crónico de falta de MADUREZ, es decir de juicio y de prudencia tanto para el ejercicio del gobierno, como para el desenvolvimiento ordinario de las personas en sus actividades privadas. El revolucionarismo ha sido causa originaria de una cierta alergia institucional que siembra en muchos la idea de la libertad como desorden y del orden como dictadura. Como paradoja, a lo largo de nuestra historia se acepta y hasta se busca la dictadura, siempre y cuando ella demuestre que funcionará desordenadamente, arbitrariamente y en términos latinoamericanos, libremente.
Hemos padecido revoluciones que proponen la libertad, pero terminan en dictaduras que impiden la serena maduración. Corrompen y destruyen, pero no contribuyen a la madurez de nuestros pueblos porque no han sido ni prudentes, ni juiciosas.
No hay en la mayoría de nuestros países adecuada correspondencia entre los derechos y las obligaciones, generándose una insatisfacción permanente, fuente de la inestabilidad característica de nuestra historia. La insatisfacción integra la naturaleza humana y entre nosotros abundan los políticos que hacen política apoyados en la insatisfacción. Viven con ella, de ella y para ella.
El bajo nivel educativo y no poca ignorancia en muchos, tanto en el saber como en el comportamiento, convierte esa insatisfacción en formidable instrumento político en manos de “caudillos” de ocasión, sedientos de poder por el poder mismo, pero incapaces de comprender los sanos caminos que solo son producto del buen juicio alcanzado por la madurez. Cuando lo toman avanzan muchas veces sin rumbo ni propósitos claros. Solo se ocupan de mantenerse, evitar “caerse” bien porque los tumban, bien porque se desploman como efecto de las necesidades crecientes que generan mayor insatisfacción.
En nombre de las revoluciones o de reestablecer el orden, alternativamente, se apela al cambio de normas, incluida la peligrosa enfermedad de la CONSTITUCIONALITIS, que nunca podrá modificar las condiciones humanas deficientes. Sin embargo y con frustraciones enormes, también se han generado grandes esperanzas.
Con mucho tino Hugo Thomas, en su libro sobre la REVOLUCIÓN CUBANA, afirma que a partir del 1° de enero de 1959 empezó una nueva era. Sin que nadie se diera cuenta todavía, ni siquiera él mismo, el triunfo de Fidel Castro sacaría el complejo proceso político latinoamericano del dilema simplista de democracia o dictadura. Se introdujeron unas variables que aún se mantienen: revolución socialista y como reacción inevitable, dictadura ideológica de eso que llaman extrema derecha.
Las primeras señales de la nueva era fueron los movimientos guerrilleros y subversivos a lo largo del continente. Uno, dos, tres Vietnam, como planteó el Ché Guevara en su momento. Venezuela fue sujeto y objeto de ese proceso hasta derrotar la subversión castro-comunista en la década de los sesenta y convertirse en factor de estabilidad democrática en el área. Sin embargo, después de estos fracasos, cosecharon algunos triunfos por las armas, como en Nicaragua, por la vía electoral en República Dominicana y en Chile. Como consecuencia hubo respuestas feroces que llevaron al establecimiento de dictaduras en Brasil, Chile, Argentina, Nicaragua y no podemos olvidar la invasión de Bahía de Cochinos y el derrocamiento de Salvador Allende. Cualquier opción parecía ser buena para detener la expansión planificada o no, del mal ejemplo cubano en América Latina. La lucha estaba ideologizada. Sin embargo, el clima de crispación parecía llegar a su final en la década de los ochenta. Fracasaron los movimientos subversivos, bien como efecto de la represión y por agotamiento de la lucha armada. Finalmente, la caída de muro de Berlín parecía decretar el florecimiento de una nueva era democrática como desenlace de una prolongada crisis. Se multiplicaron los gobiernos democráticos y parecía nacer una nueva era de feliz estabilidad latinoamericana.
La ilusión ha durado relativamente poco. El espíritu de insatisfacción, de ruptura y cambio radical estaba adormecido pero no muerto. Varios síntomas no advertidos a tiempo y hasta poco valorados indicaban la inminencia de cambios serios. El 4 de febrero de 1992. Un teniente coronel venezolano, Hugo Chávez Frías, intentó un cruento golpe de estado para tomar a tiros el poder. Fue un rotundo fracaso militar, pero siete años después ese espíritu ya despierto lo llevó al poder por la vía electoral con una sólida mayoría de votos. Esto generó y ahora más que nunca, está generando consecuencias que no pueden ignorarse.
Las democracias latinoamericanas tenían como líderes, en líneas generales, a partidos o individualidades, más o menos liberales, vagamente nacionalistas y hasta, algunos de ellos, con raíces o antecedentes socialistas más nostálgicas o retóricas que reales. Ninguno perdía contacto con la realidad derivada de la importancia de Estados Unidos y la agobiante situación económica y social derivada de una exagerada dosis de ineficiencia, de corrupción y de dependencia del Fondo Monetario Internacional.
Con el ascenso de Chávez el mundo latinoamericano comenzó de nuevo a cambiar. Ha tenido desde el principio una fuerte inclinación autocrática y militarista. Ejerce el mando de manera personal, intolerante y arbitraria, pero sus actuaciones han sido progresivas en un juego táctico permanente que lo lleva a destruir la democracia utilizando los recursos de la propia democracia y a liquidar el estado de derecho desde una “legalidad” ilegítima sobre la base de la fuerza institucional que la concentración de poder le ha ido dando. No hay una verdadera democracia en Venezuela. Se destruye sistemáticamente la vida institucional y la convivencia social. La insatisfacción creciente de la población obliga al régimen a una mayor represión, a sembrar miedo y temor, para mantenerse, imponer el SOCIALISMO DEL SIGLO XXI e impulsar su proyección en el continente.
Sin embargo, el leve barniz democrático que aún mantiene, pareciera suficiente para silenciar la mala conciencia de gobernantes de otros países, arrinconados por las masas insatisfechas de sus países, incompetentes para enfrentar la prédica sistemática, organizada y bien financiada por un Hugo Chávez provocador, alimentando retóricamente a centenares de millones de latinos que pueden ver en él al vengador de todos sus males. La crisis financiera mundial, los infinitos recursos derivados del precio del petróleo e incluso la situación interna de Estados Unidos, favorecen sus propósitos expansionistas y la actitud de confrontación permanente que mantiene. Al lado de su HABER tiene un DEBE terrible. Las probadas vinculaciones con movimientos terroristas como las FARC de Colombia y otras organizaciones subversivas y lo que es tanto o más agrave, con las estructuras de soporte al narcotráfico y al lavado de dinero negro.
Con la ilimitada ayuda financiera de Chávez, Cuba, víctima del súbito desvanecimiento de la Unión Soviética y de los gobiernos socialistas de Europa Central y del Este, recuperó el aliento perdido. Evo Morales y Rafael Correa llegan a la presidencia en Bolivia y Ecuador. Daniel Ortega recupera el poder en Nicaragua. Por otra parte, Bachelet, Lula Da Silva, Tabare Vásquez, los Kirchners y más recientemente Fernando Lugo en Paraguay, si bien no se han plegado abiertamente al proyecto “antiimperialista” de Chávez, se alían a él buscando intereses políticos y económicos compartidos, brindándole abierta o encubiertamente una solidaridad innegable. La naturaleza, el fondo y la forma de los enfrentamientos sistemáticos y profundos con el presidente Álvaro Uribe y la institucionalidad democrática que representa, se suma a los factores que permiten calificar a Chávez como el factor de perturbación más serio del continente. Lo mismo podríamos decir de su alianza política y ¿militar? con Irán, Rusia, Bielorrusia y otras realidades extracontinentales como la intervención en el conflicto del medio oriente.
La realidad latinoamericana trasciende el simple dilema de capitalismo o socialismo, economía de mercado o estatismo. He sido, soy y seré firme partidario del mercado, pero éste nunca podrá excluir la intervención del estado, como garante de los derechos básicos de la persona humana y del bien común como instrumento para alcanzar la justicia social.
La libertad con desorden conduce al fracaso como lo prueba la actual crisis financiera. El estatismo socialistoide excluyente es una verdadera aberración. Solo el respeto a la dignidad humana mediante una adecuada formación para la vida y el trabajo dará una respuesta adecuada. Tenemos que liberarnos de la infección de las revoluciones. No creo en esa clase de políticas y políticos para los que el éxito es el peor enemigo. Por eso combaten a Álvaro Uribe dentro y fuera de Colombia. Para ellos es intolerable que se demuestre que hay vías para el progreso que hacen desaparecer el campo de cultivo de la revolución. Ellos se mueven bien en el campo de la inmadurez, y la mediocridad.
Termino citando al doctor Enrique Gómez Hurtado, quien en reciente conferencia dictada en la Universidad Católica Cecilio Acosta de Maracaibo, resumía sus reflexiones diciendo que el buen manejo del Estado es una consecuencia directa de la educación de los ciudadanos quienes son, al fin y al cabo, el origen y el destino de la política. Me atrevo a decir con él que es ahí donde encontramos la raíz de EL MAL LATINOAMERICANO. En la INMADUREZ evidente. No solo carecemos de educación política, sino que hemos sido sistemáticamente contra-educados en el esquema del revolucionarismo, del cambio por el cambio, del éxito medido por la capacidad de destrucción y enriquecimiento súbito, en los alaridos del populismo y como si fuera poco, en la búsqueda y mantenimiento de la inestabilidad como medio de hacer política y de subsistencia para los mediocres.
Latinoamérica hoy continúa teniendo un destino incierto. La democracia no es un fin sino un instrumento para garantizar el ejercicio de la libertad responsable. Creemos llegada la hora de la acción creadora y constructiva de una estabilidad sobre la base de la educación y el coraje para defender principios y valores seriamente amenazados.