La Vieja Europa: ¿blasfema o tolerante?
La celebración estos días en París del juicio contra el semanario humorístico Charlie Hebdo, acusado por la plana mayor del Consejo de Asociaciones Musulmanes de Francia de haber «difamado al Islam» al publicar unas caricaturas irreverentes del profeta Mahoma, vuelve a abrir el debate sobre la libertad de expresión en la mayoría de los países del Viejo Continente. Curiosamente, esta vez no se trata sólo de la defensa de los sacrosantos derechos de los ciudadanos, sino también y ante todo de una pugna entre el «derecho de blasfemar» y la tolerancia.
Para los intelectuales galos que abogan en pro del sobreseimiento de la causa contra el semanario, el derecho de recurrir a la blasfemia para criticar posturas retrógradas (léase, el radicalismo islámico) es tan lícito como el simple humor o la burla. Recuerdan que en el pasado los medios de comunicación publicaron caricaturas ridiculizando al Papa y/o a los prelados de la iglesia católica, sin que ello generase grandes movimientos de protesta en el seno de las agrupaciones religiosas ni la presentación de querellas criminales. También recuerdan que las críticas contra la política racista llevada a cabo por Israel quedaron zanjadas con simples acusaciones de antisemitismo primario. Sin embargo, en el caso de las caricaturas de Mahoma, la tolerante Francia se divide en dos grandes bloques. Los partidarios de la libertad de expresión, incluido el derecho de blasfemar, se enfrentan al bloque «radical», integrado no sólo por organizaciones religiosas islámicas, sino también por exponentes de una opinión pública cansada de oír la argumentación simplista que defiende el principio del «todo vale».
Quienes han vivido en otras latitudes, saben que las diferencias culturales suelen obstaculizar el diálogo entre civilizaciones, que la cuestión religiosa suele generar interminables debates entre filósofos y teólogos, suele alimentar los conflictos intercomunitarios. En aquellas latitudes, no tan lejanas, la blasfemia se convierte, casi automáticamente, en una condena a muerte.
Sin embargo, las cosas parecen distintas aquí, en la libre y tolerante Europa, donde el derecho a blasfemar forma parte, según los exponentes de esa «inteligencia progre», del legado de una civilización abierta e integradora.
Curiosamente, quienes se consideran víctimas de nuestra excesiva amplitud de miras, interpretan el concepto de «todo vale» como una agresión contra sus valores tradicionales. Ficticia o real, esta agresión genera una actitud de rechazo.
Según un informe publicado recientemente en el Reino Unido, el 40 por ciento de los musulmanes menores de 55 años residentes en las islas británicas serían partidarios de la introducción de la Shari’a (ley islámica) en Inglaterra. Más aún, dos tercios de los jóvenes estiman que la mujer musulmana debería llevar velo. Por ende, un 20 por ciento de los musulmanes entre 16 y 24 años apoyan el ideario de Al Qaeda, y un 36 por ciento aseguran que el abandono de la religión mahometana debería castigarse con la pena de muerte.
Según la emisora británica BBC, el Islam es la religión que más progresa en el Viejo Continente. Se calcula que el número de musulmanes, 30 millones actualmente, podría duplicar de aquí a 2030.
En Francia, donde los mahometanos representan alrededor del 9 por ciento de la población, el islamismo radical está a punto de modificar los logros del laicismo, es decir, de la separación de poderes entre la Iglesia y el Estado.
En los Países Bajos, que cuentan con un 5,8 por ciento de residentes musulmanes, se contempla la creación de un Ministerio de Integración, capaz de gestionar la cada vez más difícil convivencia intercomunitariua.
El común denominador de la ira de los jóvenes musulmanes: la arrogancia de los occidentales.
En resumidas cuentas, el «todo vale» y/o el derecho a la blasfemia sólo sirven para ensanchar aún más la brecha entre Occidente e Islam, entre la frustración y la irresponsabilidad.
Escritor y periodista, miembro del Grupo de Estudios
Mediterráneos de la Universidad de La Sorbona (París)