La UP y los efectos de la guerra asimétrica
Escuché hace unos días la discusión en Hora 20 de Radio Caracol sobre la propuesta de algunos de “devolverle” la personería jurídica a la Unión Patriótica (UP). Esa discusión prometía ser interesante pero la confusión que reinó desde el principio la hizo inútil. Los invitados no partieron de lo más básico: saber qué era realmente la UP. Cada orador fue dando su propia visión (a veces muy desmemoriada) de ese aparato, negando la especificidad de éste. Hablaban como si la UP hubiera sido un partido de oposición corriente, un organismo político como los demás. Ese fue el mayor error de la discusión.
La UP fue una realización de las Farc. Fue un partido armado. Fue una convergencia entre el PCC y las Farc para explotar una brecha electoral abierta tras unos diálogos con el gobierno de Belisario Betancur en beneficio del proyecto de las Farc. No había otro objetivo. Por eso nadie más se quiso arrimar a esa aventura. La UP fue la aplicación más exterior y visible de la táctica de la combinación de todas las formas de lucha. La UP eran las Farc haciendo actividad electoral bajo una pantalla legal al mismo tiempo que seguían haciendo la guerra. Mientras la UP decía obrar por la paz, sus dirigentes estaban construyendo, en realidad, una nueva coordinadora guerrillera.
La UP fue una creación que ninguna democracia permite. Fue uno de los golpes políticos que las Farc lograron darle al ingenuo presidente Betancur. Algunos de los jefes de las Farc, al mismo tiempo que hacían agitación en las calles y en el Congreso, decidían la muerte y el secuestro de otros colombianos. Ese fue el caso de Iván Márquez y de Braulio Herrera, pero fue no el único. La UP fue “una rama del grupo guerrillero más grande del país, las Farc”, fue una “herramienta en la larga marcha [de las Farc] hacia el poder”, admitió Steven Dudley en un libro (1), tres años después de que yo detallara lo mismo en mi obra sobre las Farc (2).
Los efectos de la guerra asimétrica cayeron sobre esa militancia de manera bestial, muy cruel e ilegal. Las Farc y el PCC llevaron a cientos de activistas a un callejón sin salida y a sufrir las consecuencias desastrosas de ese escenario. El momento UP fue trágico y abyecto. Colombia no puede dejar que una experiencia similar se repita, bajo ningún pretexto. Fue lo que no se dijo en esa discusión, aunque eso es lo que algunos están poniendo de nuevo sobre la mesa: que jefes y miembros de la organización narco-terrorista sean amnistiados y puedan hacer política electoral sin que las Farc se hayan desmovilizado y entregado sus armas y sus redes de narcotráfico. Algunos irresponsables quieren repetir esa pesadilla.
Los asesinatos sufridos por la UP fueron el resultado de la guerra a muerte que existía, en un momento de gran debilidad del Estado, entre las Farc y los jefes de los carteles de la droga, sobre todo Fidel y Carlos Castaño, Gonzalo Rodríguez Gacha y Pablo Escobar. Esos asesinatos se deben, también, a venganzas individuales, y a las mismas Farc y sus disidencias, como el grupo de José Fedor Rey. Pues una parte de la UP, “los perestroikos”, entró en desacuerdo con las Farc y con la fracción más dura del PCC. Un jefe de la UP, Guillermo Banguero, estuvo a punto de ser asesinado por orden de Jacobo Arenas. Lo salvó un artículo de El Tiempo. Algunos quieren ocultar ese aspecto crucial del problema. Es, como decía Orwell, la obsesión comunista de siempre: manipular el pasado para manipular el presente.
Otro error es decir que la UP fue un partido “víctima”. Esa definición es incompleta. Fue un partido víctima y victimario. La UP nunca desaprobó públicamente las atrocidades que cometían las Farc, aunque voces inconformes se levantaran contra eso en privado. Mientras las Farc seguían matando y secuestrando colombianos Iván Márquez hacia la farsa de fundar “juntas patrióticas” para reforzar el sistema Farc. Después, cuando regresó a la clandestinidad, él siguió en eso, hasta hoy.
Si se acepta que la UP es sólo víctima se le abre una avenida a abusos enormes: a que se las santifique y se borre de un plumazo el papel de las Farc en ese desastre. Esa concesión abre la ventana a toda una serie de apetencias: que se les «devuelvan», sin pasar por el voto de los ciudadanos, las ocho curules que tenían en el Congreso, que se les devuelvan los puestos que tenían en 23 pequeñas alcaldías, que se los indemnice. La UP actual va más lejos: está pidiendo el fin del sistema político actual y la reducción y eliminación de las fuerzas militares. Es lo que las Farc llaman “crear las condiciones de no repetición”.
La UP pretende, pues, invertir el problema: que Colombia se rinda, acepte una dictadura socialista y le pida perdón a las Farc; que la víctima, el país, le pida perdón al agresor, para que la opinión internacional crea que el Estado colombiano fue el gestor de esa matanza. Busca abrir un nuevo capítulo de la bobería institucional. Colombia es el único país del mundo que repara, paga millones y pide perdón en las plazas públicas por las atrocidades que cometieron otros, las Farc, el Eln y los paramilitares.
La UP, dicen otros, fue víctima de un «genocidio». Falso. En derecho positivo genocidio es un crimen muy preciso. No es un sinónimo de matanza. Genocidio es un crimen contra la humanidad, es la exterminación, total o parcial, de un grupo nacional, étnico, racial o religioso como tal.
No hay “genocidio político”. Genocidio es un término moderno, creado en 1943 por el abogado judío–polonés Raphael Lemkin para definir la empresa de exterminio de hombres, mujeres, niños y ancianos ejecutada por los nazis contra los judíos y los gitanos durante la segunda guerra mundial. También se lo usa para definir correctamente las matanzas masivas de los turcos en 1915 contra los armenios y para describir la hecatombe sufrida por la población cambodiana por parte de los khmer rojos que trataron liquidar las clases sociales «dañinas», total y cabalmente, como había hecho Stalin contra los campesinos rusos (bajo la apelación de kulaks), y contra los ucranianos, los cosacos, etc. Las operaciones contra la insurrección realista en Vendée (Francia) por las “columnas infernales” de la Convención (1794) también son un caso de genocidio. En Ruanda, la matanza de 800 000 tutsis, en sólo tres meses de 1994, a manos de hutus, fue otro caso de genocidio.
Lo de la UP fue otra cosa. Fue una ola de asesinatos perpetrada por carteles y traficantes de droga contra una formación política bajo la tutela de una estructura narco-paramilitar de extrema izquierda. El uso del término “genocidio” en este caso es ilegítimo y desvía todo análisis serio sobre lo que ocurrió realmente.
En 2002, la UP perdió la personería por un hecho electoral, no por un acto arbitrario del Estado o de un gobierno. Los militantes y electores abandonaron el proyecto UP ante la ola criminal y el auge paralelo del terrorismo Farc. En ese mismo periodo, decenas de partidos comunistas entraban en crisis ante el derrumbe de la URSS y el cese de la ayuda financiera de Moscú. El de Colombia no fue la excepción. La Procuraduria tiene razón en insistir en que no se debe revivir esa personería jurídica.
Creer que las Farc “aterrizarían” en ese partido fantasma para “hacer política”, sin que las Farc hayan admitido su responsabilidad en la catástrofe de la UP, sin haber aceptado su real desmovilización y sin reparar a sus víctimas, es estafar al país. Es relanzar un proceso absurdo y costoso en vidas humanas para favorecer cínicamente un proyecto totalitario.
Notas
(1). Steven Dudley, Armas y urnas. Historia de un genocidio político (Planeta, Bogotá, 2008, p. 23 y 242).
(2). Eduardo Mackenzie, Les Farc, échec d’un communisme de combat (Publibook, Paris, 2005, p. 316-325)