La Unión Mediterránea de Sarkozy hace aguas
Nostrum, la mayoría de los socios comunitarios acogió sin excesivo entusiasmo la iniciativa francesa por varias razones. En primer lugar, porque la estructura diseñada por Sarkozy impedía la participación de la totalidad de los Estados miembros de la UE en el diálogo con los países del Sur. En segundo lugar, porque parecía obvio que Turquía, país llamado a desempeñar el liderazgo del grupo de la orilla meridional, no parecía muy propensa a asumir el papel ideado por el actual inquilino del Palacio del Elíseo. De hecho, el Gobierno de Ankara dejó bien claro que sus ambiciones eran completamente distintas: se trataba de lograr la integración del país otomano en la Unión Europea.
Desde hace algún tiempo, Francia trata de elaborar su propia política mediterránea, un proyecto más ambicioso y mejor estructurado que la hasta ahora zigzagueante estrategia comunitaria. La falta de una política exterior común y/o de acuerdos marco sobre la postura de la UE frente a la problemática del Mediterráneo, han provocado un profundo malestar en el seno de la clase política francesa, poco dispuesta a jugar la baza de la improvisación en una zona que muchos consideran el «patio trasero» del Viejo Continente. Varios políticos galos – como François Mitterrand o Jacques Chirac- consideraron que Francia, país que había liderado durante siglos las iniciativas diplomáticas del Occidente cristiano frente a la Sublime Puerta, no podía renunciar a su protagonismo en esta región. Y ello, pese a las desastrosas consecuencias de una presencia colonial más reciente, que dejó heridas abiertas en Oriente Medio – Siria, Líbano – y en el Norte de África – Argelia, Túnez, etc.
Pero la iniciativa de Nicolas Sarkozy poco o nada tiene que ver con el enfoque paternalista y patriotero de sus antecesores. De hecho, hay quien estima que el proyecto primitivo de Unión Mediterránea nace de la frustración de algunos políticos parisinos, poco conformes con el «proceso de Barcelona», es decir, con la dinámica de la iniciativa euromediterránea de la UE. Recordemos que Barcelona ha sido siempre la espina clavada en el corazón de los funcionarios del Quai d’Orsay, molestos por el protagonismo adquirido por la ciudad catalana en los últimos tres lustros.
También es cierto que el «proceso» quedó paralizado a raíz de los inesperados obstáculos generados por el conflicto israelo-árabe y, más adelante, por el ambiente enrarecido tras los sangrientos atentados del 11-S. Aún así, el «espíritu de Barcelona» logró sobrevivir; la dinámica pudo protegerse. Los logros de la iniciativa Euro-Med, por muy modestos que sean, no dejan de ser tangibles. Se trata de numerosos proyectos para la integración de la mujer en las estructuras sociales de los países musulmanes, para la capacitación profesional de los jóvenes, la creación de redes universitarias, etc. Aunque el impacto de dichas acciones no puede medirse a corto plazo, no cabe la menor duda de que su consecución desembocará en la modificación de los parámetros socio-culturales existentes en muchos países de la cuenca Sur.
La propuesta de Sarkozy, muchos más simplista, contemplaba ante todo la creación de dos bloques homogéneos -actualmente, el Sur se presenta como un mero conglomerado de países sin políticas e intereses comunes-, capaces de entablar y llevar a cabo un diálogo coherente. Sin embargo, parece poco probable que las naciones de la orilla meridional estén en condiciones de asumir este reto. Hay demasiadas diferencias, demasiados intereses creados, demasiados roces que las separan.
Tanto los Estados de la UE que no tienen confines mediterráneos, como los países del Sur no están dispuestos a renunciar al marco, mucho más amplio, ideado en Barcelona. La propuesta del presidente galo tropieza, pues, con su negativa de rebajar el proceso de Barcelona a un simple acuerdo de mínimos. En el ámbito de los mínimos se halla también la propuesta del presidente en funciones del Gobierno español, José Luis Rodríguez Zapatero, quien instó al tándem franco alemán a mantener el nombre de «Proceso de Barcelona – Unión Mediterránea».
La iniciativa del Eliseo, que contemplaba en principio la creación de una unión política, económica y cultural entre las dos orillas del Mare Nostrum, se limita ahora a sugerir la puesta en marcha de un sistema institucional burocrático, co-presidido por personalidades del Norte y del Sur. Aparentemente, esta sería la mejor manera de fomentar el desarrollo de nuevos proyectos regionales. Algo que, dicho sea de paso, molesta sobremanera a los eurodiputados, quienes prefieren apostar por el «proceso de Barcelona».
«¿Para qué necesitamos esta proliferación de estructuras paraleles?», preguntaba recientemente el Presidente de la Eurocámara.