Opinión Internacional

La soledad de Venezuela

La Organización de Naciones Unidas ha pedido justicia para los muertos. La Unión Europea ha abogado por el “diálogo pacífico” y por el respeto a la libertad de prensa y al derecho a la protesta. El secretario de la Organización de Estados Americanos (OEA) ha llamado a evitar más confrontaciones. Pero los principales líderes de América Latina, en cambio, han guardado silencio frente a la violencia desatada en Venezuela, durante las protestas estudiantiles de esta semana contra el Gobierno de Nicolás Maduro.

Más que el funcionamiento democrático del Estado venezolano –medido por la garantía de los derechos sociales y políticos de sus ciudadanos y por el respeto a las minorías–, lo que tradicionalmente ha preocupado de Venezuela al liderazgo Latinoamericano durante la última década es la estabilidad del Gobierno en funciones; concretamente, la permanencia en el poder del chavismo, aliado político y sobre todo, aliado económico. La última vez que un organismo multilateral se reunió para tratar la delicada situación política que atraviesa Venezuela, especialmente desde la muerte del presidente Hugo Chávez, ha sido aquella reunión de emergencia en la que participaron ocho de los doces presidentes de los Estados que conforman la Unión de Países Suramericanos (Unasur). Un encuentro celebrado en Lima, en abril de 2013, que resultó en el respaldo incondicional a la elección de Nicolás Maduro como nuevo presidente de Venezuela, sin reparar en las denuncias que ponían en entredicho la transparencia del proceso, ni en las circunstancias que rodearon la muerte de ocho venezolanos durante las protestas posteriores a los comicios.

En este nuevo episodio de violencia que sacude a Venezuela –a la nación, como un todo–, los Gobiernos de América Latina lucen de nuevo conformes con la información parcial e inexacta que hasta ahora ha ofrecido el Gabinete de Nicolás Maduro, que una vez más ha denunciado tramas conspirativas para justificar el uso de la fuerza y la censura. En su alocución de este jueves por la noche, 24 horas después de los episodios que resultaron en la muerte de los estudiantes Bassil Da Costa y Roberto Redman, y del dirigente chavista Juan Montoya, el presidente Maduro se equivocó una y otra vez al dar los nombres de los fallecidos, pero dijo tener certeza absoluta acerca de dónde provinieron las balas que mataron a dos de ellos. La misma noche del jueves, el canciller venezolano Elías Jaua justificó como decisión de Estado la salida del aire en Venezuela de la cadena de noticias colombiana NTN24, la única televisora que estuvo informando en directo de lo que ocurría en las calles del país, mientras las emisoras nacionales de radio y TV transmitían programas de variedades y actos oficiales.

La reacción de los gobiernos de América Latina fue la siguiente: Ecuador y Argentina manifestaron su respaldo irrestricto al Gobierno de Maduro, y Panamá anunció que seguirá con cautela la situación venezolana. El jefe de Gabinete argentino, Jorge Capitanich, informó incluso que “hasta el momento no hay prevista” una reunión de Unasur o de los socios del Mercado Común del Sur (Mercosur) para tratar el asunto.

Al mismo tiempo, una decena de organizaciones venezolanas comprometidas con la defensa de los derechos humanos y la libertad de expresión en Venezuela –Provea, Cofavic, la Red de Apoyo por la Justicia y la Paz, el Sindicato de Trabajadores de la Prensa, entre ellas—han documentado con testimonios, videos y fotografías la violación sistemática de los Derechos Humanos en Venezuela, sin que sus denuncias hayan sido consideradas por ningún organismo multilateral. Han comprobado la negación de la defensa y en algunos casos, la tortura –con golpizas e intimidación—de los dos centenares de estudiantes detenidos durante las manifestaciones. Han protestado contra los ataques y el robo de material gráfico a los reporteros de los medios nacionales e internacionales que cubrían los sucesos de esta semana, y que prueban el suo de armas automáticas por parte de policías y militares y la intervención de grupos paramilitares afines al chavismo – denominados en Venezuela «colectivos – en la represión de las manifestaciones. Se trata de las mismas organizaciones que durante más de dos décadas han demostrado con rigurosidad ante la Comisión de Derechos Humanos de la OEA (CIDH) la responsabilidad del Estado venezolano en crímenes de lesa humanidad. ¿Acaso esta vez no merecen ser escuchadas?

La comunidad de países Latinoamericanos y del Caribe se presenta ante estos hechos como una alianza de gobiernos y no de Estados, que desconoce abiertamente las voces disidentes de sus ciudadanos, en función de intereses coyunturales. El grueso de los países que conforman la Organización de Estados Americanos y casi la totalidad de los que integran la Comunidad de Estados Latinoamericanos (Celac) y la Unasur, aún reciben apoyo de Venezuela a través de los envíos de petróleo barato o tienen a este país como un cliente seguro de sus exportaciones. Ante estas razones prácticas, no caben siquiera la preocupación y la duda. Y así, mientras más acompañado está el presidente Nicolás Maduro de sus pares regionales, más solos están los ciudadanos a los que Gobierna: el pueblo chavista y el opositor, que requieren justicia para que episodios como estos no se repitan cíclicamente y mediación para el diálogo, cada vez más necesario.

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