La política exterior ha muerto
Estudiar la historia tiene la inmensa ventaja de encontrar muchas situaciones semejantes a la que sufrimos, para aprender de ellas, como recomendaban los grandes historiadores del siglo XIX. Pero tiene, asimismo, la inmensa desventaja, cosa que nadie se atreve a decir, de encontrar que en muchas de ellas, no hubo salidas, o las que hubo fueron trágicas. Y muy costosas.
Leyendo a uno de mis maestros de teología política, el gran político, diplomático, académico y finalmente sacerdote Juan Donoso Cortés, quien fuera uno de los más lúcidos y premonitores observadores de la realidad política y social europea de mediados del siglo XIX desde el puesto que ocupara en las Cortes como jefe de la bancada conservadora española y como embajador de España en Paris, me encuentro una verdad del tamaño de una catedral, que no me hubiera impactado si no la estuviéramos viviendo actualmente en nuestra región, en el hemisferio y posiblemente , salvo honrosas excepciones, en el mundo entero: la falta de política exterior.
Dice Donoso Cortés, en un discurso sostenido en las Cortes españolas el 4 de marzo de 1847, en los albores de la terrorífica, fulgurante aunque muy fugaz y espantable revolución europea: “Si por política exterior se entiende tener un sistema calculado de alianzas; si por política exterior se entiende tener un conocimiento profundo de los intereses que nos son contrarios, un conocimiento profundo de los que nos son afines, esa política, señores, no existe hoy día en el globo; no la tienen sino tres naciones: una en América; dos, en Europa: la Inglaterra, la Rusia y los Estados Unidos”. (Discurso sobre relaciones de España con el extranjero, 4 de marzo de 1847, en Obras Completas de Donoso Cortés, Tomo II, pág.61, Madrid, 1946).
No es, pues, casual, que esas tres naciones se convirtieran con el curso del siglo en las tres primeras potencias del globo y dos de ellas, tras el reacomodo de la Segunda Guerra Mundial en los dos más poderosos imperios de nuestro tiempo: Los Estados Unidos capitalistas y la Rusia Soviética comunista. Pero esos tiempos también pasaron. Al extremo de que actualmente, salvo la emergencia poderosa, avasalladora y llena de perspectivas a futuro de la China socialcapitalista, si se me permite el oxímoron, la Rusia imperial desapareció y los Estados Unidos parecen encaminarse a un eclipse inevitable. Como que de hecho no puede cumplir la función de gendarmería universal que cumpliese hasta el fin de la guerra de Vietnam.
Coincide, por cierto, esa dramática derrota de los Estados Unidos y la súbita implosión de la Unión Soviética y el desgajamiento de todos sus satélites, con la poderosa colisión de fuerzas enfrentadas sobre el terreno de nuestra región entre el castrocomunismo de los sesenta-setenta y la doble tenaza de las dictaduras militares del Cono Sur y la expansión de los ideales democráticos impulsados principalmente por la Venezuela betancourtiana. Un enfrentamiento que supuso, no podía ser menos, dos conceptos antagónicos y excluyentes de política exterior: la doctrina Betancourt, aliada a la Alianza para el Progreso de John F. Kennedy, y la propulsión de la lucha armada en connivencia con el eje de la política exterior de la Unión Sovietica y Cuba.
Pero todo eso pertenece al pasado. Y como lo acaba de reafirmar el encuentro de la CELAC recientemente celebrado en La Habana, Cuba, hoy día ninguna nación del Hemisferio, incluidos los Estados Unidos y el Canadá, se destaca por poseer una clara, definida, activa y actuante política exterior. Si por política exterior entendemos los principios invocados por Donoso Cortés y no meramente acuerdos comerciales dejados al arbitrio de la globalización de las economías en función de las leyes reguladoras de la oferta y la demanda. Que, como puede comprobarlo cualquier observador, no interfieren en la naturaleza política de las naciones convertidas en socios comerciales.
Quedan residuos del pasado, excrecencias que, carentes de inserción en la economía global, como Corea el Norte, Cuba y, en menor medida, Venezuela, aunque parasitariamente, no tienen ni política exterior ni participación activa y provechosa en los intercambios de la economía global.
La brutal economización, si se me permite el término, de las relaciones internacionales y la política exterior ¿pueden dar por supuesta la extinción de la política exterior, como la entendían Donoso Cortés, Bismarck, Churchill, Chu en- Lai, De Gaulle, Kissinger y Fidel Castro? ¿Quedan de esa concepción de política exterior como la expresión hacia fuera de los principios políticos internos sólo pequeños enclaves que siguen obstaculizando el curso de la globalización, con sus conflictos limítrofes como Israel, Irán, Siria y los países sacudidos por la primavera árabe? ¿Puede considerarse a las prácticas del terrorismo talibán actuantes en el mundo como expresión de alguna forma de política exterior?
Son preguntas más bien académicas que propiamente políticas. A nuestros fines, el hecho irrebatible es la absoluta inexistencia de política exterior en América Latina, arrasada por el oportunismo mercantil más cavernario. La Doctrina Betancourt, que hace medio siglo impuso el principio del respeto a las normas democráticas como fundamento de las relaciones internacionales, parece más digna de política ficción que de una política real. Hoy por hoy no existe otra política exterior que la del cambalache, como quedó de manifiesto en La Habana: “Mezclaos con Stravinski van don Bosco y la Miñón, don Chicho y Napoleón, Carnera y San Martín”…
Aún así: los más de treinta presidentes latinoamericanos que fueron a arrodillarse consciente o inconstemente ante los Castro en La Habana demuestran un hecho más que preocupante: salvo la cubana, dominante en el Foro de Sao Paulo y sus gobernantes adherentes, ninguna nación del continente tiene una política exterior. Y lo peor no es que no la tengan: es que ni siquiera saben que no la tienen.
Así son las cosas.