La OEA en la encrucijada
“1º) La América es ingobernable para nosotros. 2º) El que sirve una revolución, ara en el mar. 3º) La única cosa que se puede hacer en América es emigrar. 4º) Este país caerá infaliblemente en manos de la multitud desenfrenada, para después pasar a tiranuelos casi imperceptibles, de todos colores y razas. 5º) Devorados por todos los crímenes y extinguidos por la ferocidad, los europeos no se dignarán conquistarnos. 6º) Si fuera posible que una parte del mundo volviera al caos primitivo, éste sería el último período de la América. Usted verá que todo el mundo va a entregarse al torrente de la demagogia y ¡desgraciados de los pueblos! Y ¡desgraciados de los gobiernos!”
Simón Bolívar, Carta al general J. J. Flores,
primer presidente de Ecuador,
9 de noviembre de 1830.
Sería otra cruenta ironía de la historia que el encarnizado enfrentamiento entre México y Chile por ocupar la Secretaría General de la Organización de Estados Americanos terminara en lo que, según todos los indicios puestos al desnudo por el caso ecuatoriano, pareciera ser una pelea de ebrios por una botella vacía. Porque mientras la región se hunde en sus viejas y nunca resueltas contradicciones, ni Derbez ni Insulza nos han dicho con meridiana claridad cuales son las verdaderas razones que los inducen a aspirar con tanto ahínco a capitanear un barco que se hunde inexorablemente. ¿Por qué tan empecinada carrera por hacerse con una empresa en bancarrota? ¿Tan poderoso es el altruismo político de ambos funcionarios como para echarse sobre los hombros carga tan inútil y pesada?
La observación no es mía. Es de un destacado diplomático latinoamericano apostado en Caracas. Y le sobran razones para tan inquietante pregunta. Uno quisiera recibir de ambos candidatos el catálogo de propósitos y tareas que emprenderían para sacar a la OEA del pantano en que se encuentra. Pues al parecer y hasta el día de hoy, tiene muy pocas realizaciones de las cuales enorgullecerse. Si bien no es a ella a quien corresponde tan desgraciado historial. Finalmente, la OEA no es más que un club de gobiernos: expresa sus incurias y les sirve de tapadera, cuando de desviar culpas se trata. Sin considerar el disparate – propio del realismo mágico que desde siempre nos ha sumido en el despeñadero – de ver ocupando los mismos sitiales a gigantes como Canadá, los Estados Unidos, México, Brasil o Argentina que las islas del liliputiense archipiélago del CARICOM. Lo cual conduce al exabrupto de ver a 14 miniaturas caribeñas decidiendo con sus votitos la seguridad estratégica y el futuro del hemisferio. Sin referirnos a los morosos en el pago de sus obligaciones para con la institución, como Brasil, Argentina y la misma Venezuela, que a diferencia de lo que sucede en la ONU, pueden seguir disfrutando del derecho a voz y voto sin que se les caiga la cara de vergüenza.
Resulta, pues, temerario e injusto caerle a saco al espejo o al emisario, que ambas metáforas describen en rigor la verdad de esta pomposa organización que cobija bajo el mismo palio y con iguales derechos a naciones inmensas, medianas, pequeñas y enanas. Como si fueran iguales. De tales palos, tales astillas. ¿Qué pueden hacer Insulza o Derbez de llegar a capitanear una organización sobre la cual ejercen un poder absolutamente mediatizado por las cancillerías que los apuestan en Washington? ¿Y cuya Asamblea General ostenta la máxima y auténtica autoridad?
Nosotros, los venezolanos, hemos experimentado en carne propia las facultades, potestades y limitaciones de un Secretario General de la OEA. ¿Es posible pedir mayor voluntad, objetividad, ponderación y sentido de la justicia a un Secretario General del organismo que los que nos dispensara César Gaviria durante los ocho meses que viviera entre nosotros para ayudar a resolver esta grave crisis de gobernabilidad y custodiar la realización del Referéndum Revocatorio del 15 de Agosto pasado? Ambos propósitos, por cierto, condenados al fracaso desde antes que llegase a nuestro país en diciembre de 2002.
Quienes vivimos desde la Coordinadora Democrática el largo y escabroso proceso negociador que llevó desde el logro de la resolución 833, pasando por la Mesa de Negociación y Acuerdos hasta la realización del RR y su relampagueante legitimación, podemos dar fe de las inmensas dificultades que debió enfrentar César Gaviria y los insuperables obstáculos que muy posiblemente le impidieron coronar con éxito la última y más importante de sus gestiones. Posiblemente nada hubiera estado más cerca de su corazón que ver a nuestro país definitivamente redemocratizado. Debió enfrentarse a tres obstáculos gigantescos que imposibilitaron ese que imagino su máximo deseo: la mala fe, la marrullería y la inescrupulosidad del gobierno del presidente Chávez, en primer lugar. La obcecación, la miopía y la inopia de la oposición, en segundo lugar. Y como si no bastara con la imposibilidad de mediar entre enemigos tan sui generis, el inconmensurable peso de los principales países de la región. Especialmente el del llamado “grupo de amigos del Secretario General”. A cuyos miembros bien hubiera podido pedirles, como Cantinflas a su íntimo carnal: “no me defiendan, compadres”.
Pues llegado el momento de la verdad, cuando estuvo absolutamente claro respecto del gigantesco fraude cometido por el gobierno y la tremenda violación a los derechos ciudadanos llevados a cabo por Jorge Rodríguez a la cabeza de un CNE turbio y arbitrario, se encontró con que no ejercía poder alguno en el seno de la institución. Quien mandaba en realidad era un desconocido embajador brasileño, Walter Peckley, puesto por Lula a la cabeza de la misión de la OEA en Caracas con la pérfida misión de entronizar a su amigo y camarada, Hugo Chávez. La responsabilidad por la legitimación del fraude no recayó, pues, en César Gaviria: recayó en el presidente Luis Inacio Lula da Silva. ¿Con la venia del Departamento de Estado a cambio de garantías petroleras? Jamás lo sabremos.
De modo que salvo demostración en contrario, el Secretario General no es más que un coordinador. No tiene ninguna potestad verdaderamente ejecutiva. Lo demostró Gaviria en el caso peruano, lo volvió a confirmar en el caso venezolano y lo acaba de reafirmar Enaudi en el caso ecuatoriano. Los pueblos no tienen absolutamente nada que esperar de la OEA. ¿Cómo hace la OEA ante un autócrata como Chávez, que exige desde el Poder que ostenta gracias a sus malas artes neutralidad absoluta de las fuerzas armadas ecuatorianas y está donde está gracias a un terrorífico y sangriento golpe de estado protagonizado y dirigido por su propia mano? ¿Cinismo, caradurismo o Realpolitik?
El problema no radica, pues, en la OEA. Radica en un continente que lleva doscientos años extraviado en su propio laberinto. En unas naciones que nacieron sin orden ni concierto, emborrachadas de militarismo, caudillismo, populismo y autocracia. Con sus secuelas de anarquía, disolución, corrupción y un largo rosario de iniquidades. Un continente que prefiere recaer sistemáticamente en sus propias celadas antes que hacer el esfuerzo de tomarse en serio, integrarse al curso de la historia y atender prioritariamente al progreso y la prosperidad de sus naciones. Una historia que parece imaginada por un Sísifo idiota que se la pasa intentando recomenzar de cero, embriagado en las tinieblas del viejo incensario bolivariano. Como si fuera el fantasma del Libertador. Rosario de disparates del cual Hugo Chávez no es la primera ni será la última perla.
Lo insólito es que quienes disputan el honor de dirigir tan despreciada entidad representan a las únicas dos naciones del continente que han sabido enmendar rumbos y acertar en la realización de las auténticas respuestas al curioso enigma de nuestra ancestral estulticia. Ambos, socios privilegiados de los Estados Unidos, representantes de las únicas naciones de la región que han firmado con ellos su Tratado de Libre Comercio, aliados estratégicos frente al comercio con la zona del Pacífico y que progresan a pasos agigantados por el camino del capitalismo globalizado, el libre mercado, la libertad de empresa y la propiedad privada. Si cualquiera de los dos llega a la OEA con el propósito de coadyuvar a que los logros de sus respectivos países se conviertan en paradigmas para el naufragado resto de naciones, bienvenidos sean uno u otro. Si logran que en la OEA cesen de retumbar de una vez por todas los ecos de esas polvorientas arengas de los generales y caudillos que nos trajeran al mundo de tan mala manera, habrán cumplido con una gran misión.
Dios los auxilie