Opinión Internacional

La muerte de los rascacielos

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El futuro cambió la semana pasada.

Hernán Toro, cineasta

Cuando los españoles llegaban a un paraje americano una de las primeras cosas que hacían era profanar los templos. Así consiguieron imponer hasta hoy su propia religión. Por el otro lado de la intolerancia, algunas catedrales fueron demolidas durante la Revolución Francesa para debilitar el poder eclesiástico.

Hasta el 11 de setiembre pasado era orgullo y hasta petulancia trabajar en un rascacielos, especialmente si era neoyorkino. Los rascacielos eran icono de triunfo, marca de status, templo del dogma laico de las finanzas, esa religión sin poesía que exige vida monástica y entregada por entero al lucro más desinteresado. El rascacielos era el moderno monasterio, donde austeros hombres y mujeres de vida consagrada se dedicaban día y noche a mantener a flote unos números, ganando sumas quiméricas que paradójicamente no tenían tiempo de disfrutar. (%=Image(1605412,»L»)%)Devoraban un sándwich o una pizza para poder continuar el afán infinito. La humanidad había conquistado al fin la Torre de Babel, con la que rascaba el Cielo, nada menos. Había una notoria complicidad con la trascendencia que inspira la altura. Y fueron castigados con castigo parecido al de Babel, pues parecemos incapaces de entendernos empeñados en hablar lenguas histéricas y mutuamente incomprensibles, que conducirán tal vez (ojalá no) al derrumbamiento de otras Babeles.

Pero ahora el monasterio ha sido profanado. Ya no es orgullo sino terror trabajar en uno de esos rascacielos. Cada ruido desusado causa estremecimiento y pánico. Trabajar en un rascacielos es una penitencia, un acto de inmolación virtual, un heroísmo, una abnegación, todo lo contrario del triunfo arrogante que significaba erigirse física y simbólicamente por encima de la humanidad rasa en uno de esos torreones incalculables.

Viendo el Armagedón del 11 me preguntaba por la inocencia de los muertos. Nuestras mejores cabezas contemporáneas (Cabrujas, Garmendia, Liscano, Úslar, Nazoa y tantos otros) no conocieron tal enormidad y me pregunto qué tendrían que decirnos sobre lo que ocurrió. Hoy más que nunca los siento inocentes, cándidos, párvulos. Se salvaron de tener que pensar estas cosas que ahora nosotros, sobrevivientes del desastre, tendremos que meditar para dar alguna dirección inteligible a nuestras vidas y para responder a la pregunta: “¿A qué mundo trajimos a nuestros niños?”.

El desalojo del rascacielos de nuestros paradigmas obliga a repensar otros, como el primado sobrenatural del Mercado, hipostasiado a instancia divinal, esa nueva religión pagana de donde precisamente nació el rascacielos.

Los tontos plantean esta catástrofe como un plebiscito entre una fidelidad perruna sea a los Estados Unidos, sea al terrorismo. Unos recomiendan nuestra esclavitud a lo que les dé la gana a los Estados Unidos. Otros, no menos tontos, exigen nuestra adhesión incondicional a lo que le dé la gana al terrorismo internacional.

Yo rechazo ese dilema idiota; yo prefiero ser inteligente, si me es dado tanto, porque sea lo que fuere que pasó, sean cuales fueren sus consecuencias, sea quien fuere el responsable, los sucesos del 11 nos obligan a repensar el mundo, es decir, a repensarlo todo, incluso el odio.

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