La jefatura militar hondureña
La Constitución hondureña de 1982, resultado de un específico proceso histórico y catalizadora de otro hoy francamente inédito, confiere al presidente de la República “el mando en jefe de las Fuerzas Armadas en su carácter de Comandante General” (artículo 245: numeral 16). Parece obvio, ejercicio y carácter resultante de la condición de jefe de Estado, tal como ocurre con la tradición constitucional venezolana, aunque luego emergerá la figura del Jefe de las Fuerzas Armadas que – por su origen y configuración – se nos antoja un órgano de hecho y adicional del Poder Público.
De elección, juramentación y remoción parlamentaria, el Jefe de las Fuerzas Armadas es un funcionario público que cuenta con un período de funciones superior por un año al del presidente de la República, adjuntado por el Jefe del Estado Mayor General. Datos que superan la mera intermediación constitucionalmente consagrada, siendo intérprete y ejecutor de la voluntad presidencial al mismo tiempo que emplea el órgano ministerial para realizar sus nombramientos (artículos 277 al 282), en el microcosmo necesario de prestaciones y contraprestaciones, aparentemente complican la formulación, ejecución y evaluación de la política militar.
La figura, la condición o el carácter de Comandante General, nos remiten al ámbito estrictamente militar o de adopción de las “medidas necesarias para la defensa de la República”, conferimiento de grados militares subalternos u operativos, convertido en velador o – mejor – garante de la apoliticidad, profesionalidad y obediencia de la entidad armada (245: 16, 36 y 37), mientras que el parlamento aprueba los grados superiores o políticos, propuesto por el Jefe de las Fuerzas Armadas bajo la iniciativa del presidente del presidente de la República, en un circuito de mutuos controles (205: 24; 290). Por lo demás, hay una precisa agenda de cooperación social en áreas como alfabetización, educación, agricultura, conservación de recursos naturales, vialidad, comunicaciones, sanidad, reforma agraria y situaciones de emergencia (274), salvaguardando la especificidad de la corporación armada.
Las inevitables responsabilidades militares del presidente de la República, no dependen de un supremo grado castrense, herencia de la corona española reflejada en algunas constituciones latinoamericanas, como inútil y vanidosamente es pretendido en Venezuela a través de una simple ley orgánica, sino de una compleja dinámica institucional que fuerza a los acuerdos. Esto es, a hacer política en el marco de una presunta o real diversidad de intereses e intenciones, aunque en tiempos de severas amenazas y abiertos conflictos, luce indispensable la unidad de mando y no menos, la subordinación al poder civil.
Obligado corolario, el arbitraje político de las fuerzas armadas hondureñas tiene una más fuerte limitación que las de sus pares venezolanos, quienes ciertamente sostienen a un Comandante en Jefe de amplísimas atribuciones y generosas competencias, a pesar de las reiteradas violaciones de la Constitución de 1999 y olímpico desconocimiento del resultado referendario de 2007. Y, aunque no somos partidarios del particular diseño militar-institucional del país centroamericano, concluimos que no hubo golpe de Estado o, por lo menos, es urgente la redefinición y discusión de una figura que no fue un exclusivo y preciso invento del período de la Guerra Fría, según el discurso anti-imperialista en boga.
Salvo una convincente argumentación de clase o de la entera e impermeable vocación pretoriana que no resultan fáciles de suplantar por las viejas consignas antifascistas, comprobando la inmensa decrepitud de los socialistas campamentales del continente, la conducta de los soldados centroamericanos se nos antoja mejor que la de los venezolanos subordinados a Tiburón I. En Tegucigalpa no hubo disparo alguno para el reemplazo del presidente Zelaya, facilitador del descarado intervencionismo venezolano y de los países que les son petrodependientes, permitiéndose – por cierto – Raúl Castro pontificar sobre los derechos humanos.
Fracasada la habitual y paradójica estrategia autoritaria que se afinca en la convocatoria, realización y posterior adulteración de la voluntad constituyente originaria, se impuso el principio de supremacía de la Constitución y, en el mejor de los casos, el señor Zelaya puede argumentar el derecho a la legítima defensa y al debido proceso. Y es tan caro el principio para los hondureños, seguramente en correspondencia con traumáticas vicisitudes históricas, que lo protegen con la tipificación y fundamentación del imprescriptible delito de traición a la patria, de frecuente generalización en los textos penales, incluyendo el castigo de la sola tentativa reeleccionista: prohibida para el presidente dela República, la propuesta de reforma que impulsare con el directo o indirecto apoyo de sus colaboradores, es motivo suficiente para la inhabilitación administrativa por una década (239).
Circunstancias inmediatas aparte, añadido el sistema interamericano que no observa violación alguna en Venezuela, así como ve la paja en el ojo constitucional de otros países, el debate apenas debe comenzar por distantes que nos encontremos de Honduras. Sobre todo para superar esa épìca que día a día reescribe el gobierno venezolano, identificándola con la víctima por excelencia de todas nuestras conspiraciones y amarguras: el Chávez Frías de 2002, pues, desalmados, solemos recordar al de la década de los noventa.