La Cumbre de América 2012
Lo que nos debe interesar más es el diálogo en sí sobre los temas de fondo, en la esperanza de que produzca acciones colectivas eficaces. Distraernos de estos asuntos centrales, para hundirnos en disputas estériles o prestarse a maniobras de factores que solo buscan la desestabilización de la institucionalidad hemisférica vigente, sería un grave error.
Un tema al que deseo dedicar estas líneas es el absurdo de seguir viendo al continente en dos grandes compartimientos estancos, enfrentados.
Soy de los que cree que la dicotomía que subyace a la utilización retórica de las expresiones “las Américas” o “las dos Américas”, debería comenzar a ser erradicada del vocabulario de nuestros líderes y gobernantes. Huele a naftalina, a anacronismo, a inutilidad, y es producto de prejuicios e incomprensiones históricos.
En la VI Cumbre de Cartagena, me pareció oír de boca del Presidente Juan Manuel Santos una referencia directa a ese asunto cuando habló de la necesidad de cambiar los paradigmas que han dominado las relaciones en el hemisferio. Palabras más, palabras menos, señaló que era ya hora de superar los estereotipos como los de que América Latina es una región problemática y EEUU es imperialista. Al final, señaló que el propósito es una América unida.
Sin embargo, los desencuentros de nuestro continente vienen de lejos.
Para algunos pensadores de los siglos XIX y XX, el Norte y el Sur del hemisferio estarían destinados a no entenderse por diversas razones; desde la raza, la lengua y las costumbres hasta las tradiciones, tipos de gobierno e intereses. Habría una contradicción insalvable que impediría unirnos o integrarnos política o económicamente. Ellos, los “gringos”, allá, y nosotros, los latinos, aquí. Agua y aceite. El “arielismo” roldosiano no fue otra cosa que eso.
La independencia de las colonias americanas nos dejó un hemisferio de contrastes.
De una parte, un país, EEUU, que a pesar de la guerra, desde el punto de vista económico, se mantenía pujante, y de otra, una América española fragmentada, “irremediablemente descoyuntada”, devastada por un enfrentamiento bélico muy cruento.
El historiador FERNANDEZ-AMESTO ha apuntado atinadamente que las revoluciones independentistas del hemisferio parecen ser la última gran experiencia común entre las dos Américas, momento a partir del cual se abrirán sendas divergentes.
En el siglo XIX, Miranda y Bolívar nos invitaron a la integración. Pero ésta era excluyente de los anglosajones. Bolívar guardaba un resentimiento con EEUU y más le agradaba el imperio británico; esto a pesar de que en 1826 escribe al Presidente del Senado de Colombia: “la república americana en el día es el ejemplo de la gloria, de la libertad, y de la dicha de la virtud….también Colombia sabrá seguir noblemente a su hermana mayor”. Recuerde el lector que tres años después habría dicho que ése país estaba condenado por la providencia a plagar de miseria a los pueblos de América en nombre de la libertad.
En esa centuria, ocurrieron, sin embargo, acciones (incursiones, anexiones, compras territoriales) que contribuyeron a un rechazo temprano de EEUU, aunque no todo el liderazgo de ese país los compartía y tampoco lo que ocurrió era de su exclusiva responsabilidad. Pero los gringos se ganaron la mala fama, hasta el sol de hoy.
Todos recuerdan al colombiano Torres Caicedo que ante las incursiones del aventurero Walker en Centroamérica, escribió aquel poema virulento: “La raza de América Latina/al frente tiene a la sajona raza/ enemiga mortal que ya amenaza/ su libertad destruir y su pendón”.
A pesar de estas duras palabras que inspiraron a muchos, las naciones latinoamericanas intentaron infructuosamente la soñada integración, y a finales de siglo XIX intentan hacerlo con EEUU, que ya despuntaba como una potencia emergente que había dejado atrás a sus vecinos del continente, a pesar de que 100 años antes sus economías eran equiparables. ¿Qué hicieron ellos que nosotros no hicimos?
Esta integración también fracasó por los recelos de los latinoamericanos hacia el gigante muy rico. En aquel momento, EEUU propuso un acuerdo comercial y la construcción de un ferrocarril de norte a sur del continente, lo que no fue aprobado toda vez que tales propuestas, según los latinoamericanos, haría que ése país dominara a los demás, lo cual, con el tiempo, de todas maneras sucedió. Cada país, entonces, se acordó de forma separada con Norteamérica.
Así las cosas, esa América desencontrada llega 60 años más tarde a converger en la Organización de Estados Americanos, el Banco Interamericano de Desarrollo, el Tratado de Asistencia Recíproca, entre otros entes de cooperación.
Finalizando el siglo XX, en la Primera Cumbre de las Américas se propone, entre otros asuntos, el de crear un área de libre comercio entre las 34 países democráticos del hemisferio. El mismo tema de hacía 100 años atrás. Como se sabe, éste proyecto, el ALCA, equivocadamente, fue dejado de lado, y sucedió lo mismo que un siglo antes, cada país resolvió sus relaciones comerciales con el “gigante” de manera individual.
Este año de 2012, nuevamente nos hemos congregado dentro de aquel espíritu hemisférico inestable y tornadizo, las mal llamadas “Américas”, ahora bajo otras circunstancias. En el hemisferio hay una potencia emergente y hegemónica en el sur. Están presentes varios países contestatarios de la hegemonía yanqui. La globalización de la economía nos impone un curso del que no podemos desmarcarnos sin sufrir graves perjuicios. Los países se decantan en varias opciones geopolíticas y/o geoeconómicas: el Pacífico o el Atlántico. Dos ideologías, fundamentalmente, se enfrentan, el viejo dilema sarmientano de barbarie o civilización; siendo esta última por la que opta la mayoría.
Pero seguimos siendo, como hace 200 años, una sola América, ahora más interconectada, más imbricada y con problemas comunes a resolver.
Nuestra actitud, como países que mucho nos falta por recorrer para insertarnos en la prosperidad que nos traería una sana y desarrollada economía, no puede seguir siendo la del recelo, la pugnacidad y la exclusión de factores fundamentales de nuestro entorno continental.
La incomprensión y el desconocimiento mutuos son factores a superar. Mucho se ha avanzado al respecto. Conocernos antes que condenarnos, dice Enrique Krauze, y lleva razón.
Si bien hoy luce inconducente la vuelta a o el establecimiento de esquemas de cooperación e integración agotados e imposibles, no es menos cierto que es necesario que en América nos entendamos en asuntos puntuales, en dar prácticas y eficaces soluciones a los problemas prioritarios, que vayan abriendo para nuestras naciones los caminos del bienestar, el conocimiento, la paz y la seguridad. En estas materias, es hora de arrancar de nuestras mentes y corazones, la retórica vacía, a la que somos muy dados en reuniones y Cumbres de presidentes, para concentrarnos de manera concertada en los asuntos que obstaculizan la anhelada prosperidad, como son las carencias educativas y tecnológicas, el hostigamiento a los negocios lícitos, la violencia y el crimen organizado, entre otros.
Si la reciente Cumbre de América –sí, leyeron bien, de América– sirve para enterrar el discurseo de ocasión y la evocación cansona de los tan manoseados próceres, podremos decir, con el tiempo, que fue un éxito.
El extraordinario intelectual venezolano Mariano Picón Salas, crítico como fue de la sociedad norteamericana, hablaba de “la común misión de América”, de “la voluntad totalizadora” y de la “incapacidad de elevarnos sobre las ruinas y convenciones de la propia tribu”. Apoyó la idea de que a pesar de los valores diferentes, que los había, era posible el “intercambio y el complemento” con la América anglosajona.
Sin duda, es necesario rescatar y consolidar esa voluntad totalizadora, hoy más justificada que antes, para el beneficio de todo el continente. Las cumbres de América podrían ser un vector crucial para alcanzar ese objetivo.