La carta cubana
Los resultados de la Cumbre de la Celac en La Habana se pueden analizar de diversas maneras. Por una parte y de acuerdo a la versión oficial, todo fue un carrusel de coincidencias, alegrías y consensos otorgándole a Cuba un cheque en blanco para que continúe con su proceso de reformas económicas y se le considere en la comunidad internacional como un país «normal».
Esto no es nuevo. En los años setenta muchos jefes de Estado y de gobierno utilizaron el tema de las relaciones con Cuba como un instrumento de negociación con Estados Unidos y con Europa. El razonamiento era muy sencillo: «si no me ayudan, apoyo a La Habana». Esta conducta es la que definió con mucha inteligencia Anthony Maingot hace muchos años como «La Carta Cubana».
Otra lectura sugiere que la presión a Cuba durante la cumbre fue muy fuerte para que también se haga una reforma política y se pueda transitar poco a poco hacia una sociedad más democrática. Una tercera posición descansa en el argumento de que Cuba aceptó no meterse en los asuntos internos de esos países a cambio de ese respaldo y de tener una pasividad geopolítica.
Lo cierto es que Raúl Castro como presidente anfitrión recibió un importante apoyo y se dio otra oportunidad para que los gobiernos latinoamericanos y caribeños sigan ejerciendo sus conductas antiestadounidenses, al menos desde la retórica. ¡La Habana bien vale un mojito!
La mayoría de los reportes sobre la cumbre indican que se observa un viraje en la sociedad cubana montado sobre cuatro ruedas: una mayor corrupción, una irritante desigualdad social, un tímido esfuerzo del gobierno y del partido en abrir el espacio económico y político y a la vez, la manía de esconder en forma preventiva y en el cuarto del fondo de la casa a los ya numerosos disidentes.
Mientras tanto, todo el mundo espera que pase «algo» en Cuba, aunque el calor no termina de derretir ese bloque de hielo autoritario y los miembros de la Celac se hagan los locos.