Opinión Internacional

Kennedy me lo dijo

Kennedy me lo dijo en persona durante una reunión del Partido Demócrata que se realizó en una casa en las afueras de Washington DC, específicamente en el 1752 de Park Road N.W de Washington D.C.. Le conocí allí, en la casa de mi padre, en ese entonces Capitán de Fragata de la Armada Venezolana y Agregado Naval de la embajada de Venezuela en Washington. Sucedió luego del almuerzo con el que se le homenajeó. Los muchachos almorzamos más temprano en la espaciosa cocina y se nos permitió entrar al salón para saludarlo, sólo después que la conversación se distendió sobre temas banales y pueriles. Fue en esa casa donde lo vi en persona por única vez y le escuché decir esas palabras, que se habían convertido en un ‘leitmotiv’ propagandístico durante la campaña que lo condujo hacia la presidencia de los Estados Unidos de América al año siguiente. Vestía soberbiamente de traje gris y no puedo olvidar el contraste de la corbata de seda amarilla que llevaba. A todas las señoras del ágape, mi madre incluida, les sedujo aquella corbata que fue el tema de sobremesa después que Kennedy se marchó.

Parecía que le resultaba imposible dejar de sonreír y aunque no era tan alto como mi padre o el Capitán Azopardo, creo que llegaba a los 6 pies y sobresalía entre todos. Por si no lo ha notado, en esta narración falta Jackie. Ella estaba con el Comité de Damas del partido Demócrata en Washington, recabando fondos, y al decir de mi madre, ‘prostituyendo su imagen por un puñado de dólares’. Eso no es lo relevante de esta historia, pero lo que sí lo es estaba por suceder en la puerta de nuestra casa: A diez minutos para las tres de la tarde tocó el timbre un gigante rubio, con el pelo recortado ‘a lo naval’. Vestía el típico traje oscuro del guardaespaldas profesional y calzaba unos inmensos zapatos negros, brillantes como ninguno. Me miró desde un arriba casi tan alto como el techo del rellano y preguntó por Kennedy con una orden que no daba oportunidad de diálogo: «Mister Kennedy ¡Now!».

Yo retrocedí y me tropecé con el Senador que venía de salida. Mi mamá se disculpó mientras mi padre y Kennedy se despedían. Papá aún conservaba cubierta la herida en la cabeza, producto de un bombardeo que sufrió el navío explorador en el que estaba, a comienzos de 1944, como ‘veedor’ latinoamericano en la flota estadounidense. Conversaban sobre su más reciente operación y mientras mi madre me llevaba casi a empujones hacia la sala de la casa, alcancé oír a JFK cuando le ofrecía a mi padre todo su apoyo, no sólo por haber participado en la Segunda Guerra Mundial, sino por estar casado con una Teniente retirada del Ejército norteamericano. Mi madre me sentó enérgicamente y fue en ese momento, cuando yo le preguntaba a mi madre qué iba a hacer ella conmigo y mis amigos, cuando JFK, asomando hacia adentro por un costado de mi padre, repitió ‘esa’ frase, aunque edulcorada y adaptada a la situación que yo mismo acababa de provocar. Me la dirigió a mí, que estaba sentado frente a la entrada:

…» No te preguntes qué puede hacer tu madre por ustedes. Pregúntate qué pueden hacer ustedes por tu madre.»

Las demás señoronas y mi padre también, aplaudieron y celebraron esa ocurrencia del Senador Kennedy. Yo quedé perplejo y palidecí. Estar frente a un gigante de la democracia mundial ya era todo un acontecimiento, aunque yo no tenía noción de su estatura política en aquel momento, pero que un Senador de la Estados Unidos de América te viera a los ojos y te dedicara unas breves palabras, era inconcebible para la época. Desde entonces, cada vez que oigo o leo esas palabras, inevitablemente regreso a mi infancia, a la hermosa casa 457 de Jefferson Street en Bethesda, Maryland, y a la imagen de John Fitzgerald Kennedy, Senador de los Estados Unidos de América, dirigiéndose a mí con aquellas palabras, un rebelde muchachito latino, de pelo negro y pecas en los carrillos, una tarde de abril de 1959.

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