Opinión Internacional

Honduras pone en remojo las barbas democráticas y azuza a los revolucionarios

Numerosos jefes de gobierno y otros políticos del mundo; realmente democráticos, parecieran ser—por decirlo lo más suavemente posible—ambivalentes, ya que han condenado enérgicamente la remoción del Presidente de Honduras; Manuel Zelaya—a la fuerza—por parte de los militares de ese país; quienes se basan en decisiones de la Corte Suprema y el Congreso hondureños—pero sin referirse al intento claramente inconstitucional del Presidente Zelaya, de convocar un referendo “no vinculante” para preguntarle a los electores si debía reformarse la Constitución Nacional de ese país, para que él pudiese ser reelecto en la próxima fecha de elecciones presidenciales. La Constitución Nacional de Honduras no permite la reelección presidencial—y el Presidente no posee la facultad legal para convocar un referendo como el que se intentó convocar. Tampoco pueden ni la Corte Suprema ni el Congreso de Honduras, ordenarle a los militares destituir al Presidente, sin que previamente se haya llevado a cabo un juicio y se haya respetado el debido proceso (garantizar el derecho a la defensa frente a acusaciones legalmente introducidas en un tribunal competente para dirimir la controversia)—no se llevó a cabo un juicio al Presidente Zelaya.

Sin embargo, la verdadera razón por la cual esos presidentes y otros políticos realmente democráticos del mundo, han condenado la remoción de su cargo a la fuerza del Presidente de Honduras, no es la de condenar el golpe de estado que realmente ocurrió con ese hecho, sino poner sus barbas en remojo, para que los militares, jueces y parlamentarios de sus respectivos países, no se sientan entusiasmados lo suficientemente como para intentar un golpe de estado similar en otro país del mundo—nada que ver con realmente defender a la frágil y muy reciente democracia hondureña.

Por otro lado, los eternos soñadores con una revolución exitosa, están trabajando a marcha forzada, para polarizar al pueblo hondureño (dividirlo en bandos irreconciliables y que se detesten mutuamente—tengan razón o no para ello), mientras salivan profusamente viendo en la tragedia del pueblo hondureño “el nacimiento de una nueva revolución socialista (que es lo mismo que comunista)”.

La historia ha demostrado hasta la saciedad que; el colapso económico siempre será el destino final, de la utopía política de los pensadores alemanes del siglo 19; Karl Heinrich Marx y Friederich Engels, detallada en su Manifiesto Comunista de 1848—y en la superchería “económica” (muy entre comillas) de Marx, plasmada en tres gruesos volúmenes (dos de ellos póstumos—y editados por Engels, ya que Marx falleció en 1883), titulados El Capital y publicados respectivamente en 1867, 1885 y 1894.

Esos documentos son en realidad, los cimientos de una religión fundamentalista elaborada partiendo de dos plagios: la solidaridad (plagiada de la idea del Profeta Hebreo Moisés que puede resumirse en la frase: “amarás a tu prójimo como a ti mismo»), y el hombre nuevo plagiado de las visiones de los padres de la iglesia cristiana; los sacerdotes egipcios del siglo tercero, Clemente de Alejandría y Origen Adamantius—que en realidad lo que pretende es hacer regresar al ser humano a la para ellos “bucólica” Edad Media, donde todo el mundo sabía “quien era el siervo y quien era el amo”—y para lograrlo proponen dos recetas: la eliminación de la propiedad privada y del “egoísmo” o “individualismo”, convirtiendo a la humanidad literalmente, en un rebaño atendido por pastores—como constantemente (en forma metafórica) predican los sacerdotes, rabinos, ayatolas y mulás de las tres religiones abrahámicas (judaísmo, cristianismo e islam).

La historia también ha demostrado hasta la saciedad; que, en primer lugar, la prosperidad social sólo se logra a través de la economía de libre mercado, como desde la muerte de Mao Zedong en 1976, han estado demostrando los comunistas chinos, y que la justicia sólo se hace cada vez más real, bajo un sistema de organización social realmente democrático—donde la división del poder público, en ejecutivo, legislativo y judicial, le ponga punto final al tradicional poder absoluto de los reyes, califas, faraones, y otros déspotas de la antigüedad.

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