Globalización
Si existe algún leitmotiv ideológico del fin de siglo pasado (¡qué extraño se siente al teclear esas palabras a propósito del siglo propio!), sin duda reside en los imperativos inapelables de la globalización. Todo -la modernidad, el desarrollo, la democracia- se puede, gracias a la globalización; nada -la justicia, la regulación, el disenso, la igualdad, la nostalgia- se puede, por culpa de la globalización. Mantra, invocación ritual, pretexto, realidad incontrovertible y enmendable, la globalización se ha transformado en una auténtica deus ex machina de nuestra época. Y, al igual que todo fenómeno social, económico e ideológico, genera también sus contrarios y contradicciones, sus efectos perversos y sus consecuencias inesperadas. La conferencia de Seattle de la OMC puede ser vista desde esa óptica, más allá de las otras reacciones que haya suscitado: pronunciamientos ex cathedra de economistas indignados, lamentos y desconcierto de funcionarios tercermundistas de repente desamparados por el oportunismo político del «jefe» Clinton, doctas reprobaciones de partidarios incondicionales del libre comercio acosados por las «turbas» callejeras de sindicalistas, ecologistas, indigenistas y otros «istas» radicales.
En Seattle comparecieron -o combatieron, como se prefiera- tres grandes protagonistas, y faltó un cuarto. Para empezar, se trató de una reunión patrocinada y en teoría dominada por los Gobiernos de los países ricos, o del «Norte», estrechamente identificados con los intereses comerciales, financieros e ideológicos de las grandes empresas de sus respectivos países, pero también sensibles a las corrientes de opinión pública de cada nación, como es lógico, tratándose en principio de democracias representativas más o menos tradicionales. En segundo lugar acudieron los Gobiernos de los países pobres, encabezados por cuatro o cinco participantes importantes en el comercio mundial -Brasil y México, la India y los países del sureste asiático, Suráfrica y Egipto-, de nuevo más o menos identificados con los intereses de las empresas exportadoras de sus países, y con el «Consenso de Ginebra»; es decir, con los apotegmas fundamentales del libre comercio visto desde el «Sur». Por último, hicieron su aparición, ruidosa, heterogénea, fragmentada pero imaginativa, los distintos actores sociales de los países del «Norte», aunque principalmente de EE UU: sindicatos, movimientos ambientalistas, ONG diversas dedicadas a innumerables temas y causas, grupos ciudadanos, movimientos estudiantiles y de mujeres… El gran ausente fue, en términos esquemáticos, la sociedad civil del «Sur»; es decir, el conjunto de fuerzas sociales que por lo menos en América Latina, pero también en varias naciones de Asia, no comparten necesariamente los intereses ni los puntos de vista sobre los grandes temas de la globalización de los Gobiernos y el establishment de los países del Sur. Sindicatos, partidos de oposición, movimientos ecologistas, grupos ciudadanos de clase media, estudiantiles y de mujeres que luchan contra los contratos eventuales abusivos y los despidos por gravidez, contra el empleo infantil, contra el dumping ambiental, por la contratación colectiva, por mejores salarios, por las mismas regulaciones de protección al consumidor que imperan en los países ricos…, simplemente no aparecieron en la escena en Seattle, como en buena medida no lo hicieron en las negociaciones de la Ronda Uruguay, o en los debates sobre acuerdos regionales como el Tratado de Libre Comercio entre México, EE UU y Canadá.
La primera explicación de esta ausencia podría estribar en una férrea certeza manifestada por los poderes fácticos del mundo actual: los sectores mencionados no acuden a cónclaves como los de Seattle, o a las reuniones del 50º aniversario del Banco Mundial, ni luchan por inmiscuirse en las negociaciones comerciales bilaterales, porque sus intereses se ven perfectamente bien defendidos por los Gobiernos y los empresarios de sus respectivos países. Más aún, sus intereses y los de dichos Gobiernos y dichos empresarios son idénticos, y consisten en abrir mercados y fomentar exportaciones para crear empleos, proceso que redundará tarde o temprano en las metas anheladas por todos: mejores salarios, un medio ambiente más limpio, mayor gasto social, niveles de vida superiores. Quienes pudieran presentarse en Seattle no lo hacen porque comprenden cabalmente que su lugar se halla al lado de sus conacionales, no acompañando a manifestantes o grupos de protesta de los países ricos, cuya verdadera agenda consiste en la protección mezquina de sus empleos improductivos o en la utilización de argumentos seudocientíficos para cerrarle mercados a competidores eficientes, audaces y ambiciosos de Bangalore, la Serena y Monterrey.
Esta explicación puede parecer auténtica o falsamente ingenua, a la luz de la pujanza de los movimientos y retos sociales en muchos de los países del Sur, pero tiene sus adeptos, desde The Economist hasta los ministerios de Comercio de la mayoría de los países latinoamericanos y africanos, cuyos funcionarios empalidecen ante la mera idea de tener que lidiar con la presencia de sindicatos combativos o de grupos de mujeres en sus delegaciones comerciales en Bruselas, o en las calles frente a los hoteles de la Avenue de la Paix en Ginebra, o en los resplandecientes World Trade Centers locales donde agasajan a sus invitados del Norte.
Otra explicación, igualmente simplista, reside en el supuesto carácter aletargado o aplastado de la sociedad civil en los países del Sur, o en la virulencia de la realidad o del recuerdo autoritario en muchos países del mundo en desarrollo. Si recordamos las heroicas luchas sindicales, estudiantiles, ecológicas, de mujeres y democráticas en decenas de países a lo largo de los últimos quince años, desde el combate contra las dictaduras en Chile y Suráfrica hasta la gesta de Chico Mendes en Brasil y las multitudinarias huelgas y manifestaciones estudiantiles en Corea del Sur, Indonesia y Tailandia, comprobamos que esa interpretación tampoco parece descansar sobre fundamentos muy sólidos. Es cierto que la total ausencia del movimiento obrero mexicano, por ejemplo, en la disputa en torno al Tratado de Libre Comercio con EE UU, se debió a la tradicional subordinación del mismo al Gobierno mexicano (y no, obviamente, a algún soplo visionario que le hubiera inspirado una defensa de los intereses de largo plazo del país a diferencia de sus propios intereses salariales, supuestamente de corto y mediano plazo). Y sin duda en muchos países del Tercer Mundo subsisten rezagos autoritarios innegables que impiden una plena eclosión de todas las expresiones de la sociedad civil y de los movimientos sociales. Pero en términos generales es evidente que existe ya en muchísimos países el margen para manifestarse y organizarse, y que de hecho las organizaciones no gubernamentales del Tercer Mundo son una fuerza cada vez más importante, con independencia del lamentable membretismo y mimetismo que suelen padecer.
El origen del mencionado vacío en Seattle yace tal vez en otro ámbito, que es también el de una esperanza. Por el momento, diversos residuos nacionalistas, aunados a la falta de redes de comunicación y de claridad política, explican tal vez por qué los homólogos «sureños» de los Teamsters, de las «Tortugas» y de Joseph Bové aún no hacen acto de presencia con el vigor que se podría esperar; son, en parte, las mismas razones que explicaron por qué los críticos u opositores del TLC en México se quedaron (nos quedamos) solos, prácticamente desprovistos de apoyos sociales. Pero no se requiere demasiada imaginación para comprender que los aliados naturales de los trabajadores de las fábricas propiedad de -o subcontratadas por- Philip Knight en Indonesia y que luchan por derechos obreros básicos son el segmento concienciado de los consumidores de productos Nike en EE UU dispuestos a organizar boicoteos a esos productos mientras no se cumplan dichos derechos. No se requiere de un gran ingenio para entender que las mejores aliadas de las mujeres que luchan por organizarse en las maquiladoras mexicanas, y no ser despedidas si se embarazan, o no ser contratadas más que por 28 días, o no gozar, en los hechos, del derecho de sindicarse o de huelga, son las activistas feministas norteamericanas, que pueden parar de cabeza, mediante campañas publicitarias negativas, a las empresas cuyos productos de moda, electrónicos o de casa se dirigen justamente al segmento de mercado conformado por dichas activistas. Ni tampoco se necesita un Premio Nobel de Economía para entender que si algún día los pizqueros estacionales de la fruta de exportación chilena, o los tejedores de tapetes paquistaníes logran entablar una lucha por derechos que sus padres o predecesores tuvieron, sus mejores refuerzos se hallarán entre los consumidores de albaricoques chilenos y de paquistaníes Bokharas en París, en Berlín o en… Seattle.
Pero se podrá preguntar: ¿qué diferencia existe entre todo esto y la situación de los estibadores del banano en Centroamérica hace cien años? Justamente, la globalización y otros rasgos novedosos del mismo capitalismo de siempre. Hoy, los niveles educativos de los trabajadores y activistas del Sur son mucho más elevados aunque permanezcan muy por debajo de lo deseable. Hoy, los mercados del Norte se encuentran mucho más segmentados, gracias a la política y a la tendencia de los nichos (café especial, mangos especiales…); el poder de una minoría activista «boicoteadora» es mucho mayor. Hoy, las posibilidades de comunicación e intercambio de información entre pequeños núcleos hiperorganizados e interconectados es infinitamente superior a la de antes; a través de Internet, los activistas del Sur se pueden comunicar de manera económica y constante con sus correligionarios en el Norte. Qué mejor ejemplo que el de Marcos y los zapatistas en México, que han construido una red de apoyo en Europa occidental sin proporción alguna con su fuerza o presencia en Chiapas o en México.
De todo ello se desprende una posibilidad o esperanza de principio de siglo, utópica o altamente realista. Es cierto que hoy el capital puede evadir regulaciones, normas, exigencias de mayores salarios o prestaciones, impuestos y derechos adquiridos. Pero lo puede hacer sólo porque tiene hacia dónde escabullirse del lado de la producción, más no del consumo. En efecto, GAP puede pagarle salarios de miseria a sus obreros en El Salvador, ya que no le preocupa que puedan comprar o no sus jeans: éstos se destinan a los yuppies de Seattle y a los jóvenes afroamericanos y latinos en los guetos de Los Ángeles y Chicago. Eso significa que una mezcla de unos, sobre todo, y otros, los menos, puede imponer un marco regulatorio laboral, ambiental y de derechos humanos mediante la fuerza del consumo que los agentes de la producción no podrían ya alcanzar por su cuenta como lo hicieron sus antecesores en las grandes luchas obreras europeas de principios de siglo y como lo lograron los primeros ecologistas en EE UU y Europa occidental a inicios de la década de los años setenta. Los campesinos del Movimiento dos Sem Terra en Brasil tal vez no puedan imponer un reparto agrario como el que produjeron las revoluciones mexicana, boliviana y cubana en el siglo XX, o siquiera como la reforma chilena de 1964-1972. Pero pueden imponerle al Gobierno de Brasil compromisos cuyo respeto éste se vea obligado a demandarle al agri-business brasileño.
La única respuesta a la evanescencia globalizada del capital es un marco regulatorio internacional, que a su vez sólo puede ser impuesto por los nuevos dioses del mercado: los consumidores extraordinariamente productivos y crecientemente insaciables de los países ricos, pero que también dedican una parte de su tiempo libre y de su energía disponible a la defensa de causas en las que creen, desde las ballenas hasta las comunidades indígenas, pasando por las selvas tropicales, los productos naturales sin hormonas o pesticidas, o los derechos humanos en China, en Kosovo o en Ruanda. Si pequeñas minorías pudientes en los países pobres pueden mandar a sus anchas, medianas minorías acomodadas en los países ricos pueden exigirles cuentas. Cuando se alíen con otras minorías, menos minoritarias y cada vez más conscientes y organizadas en los países pobres, la combinación puede llegar a ser imbatible.