Fujimori: encumbramiento y caída
La vanidad es casi siempre más poderosa que la inteligencia. Fujimori, que al término de su segundo mandato hubiera podido abandonar el poder con un nivel relativamente alto de popularidad y aceptación, probablemente termine en el exilio o en la cárcel sus días de político. Lo cegó creerse indispensable e invulnerable a sus enemigos. Lo confundió su prepotencia. Fue un disparate -y un atropello a la legalidad – aspirar a un tercer mandato. ¿No le bastaban diez años en el poder? Pero más grave aún fue empeñarse en cometer un fraude electoral bajo la atenta mirada de los observadores internacionales. Eso era casi imposible, y el solo hecho de intentarlo lo ha colocado en una posición insostenible en nuestros días. A partir del 28 de mayo se convirtió, sencillamente, en un dictador, pero en una época muy poco propicia para gobernantes de esa cuerda.
¿Qué le hacía pensar a Fujimori que podía salirse con la suya impunemente? Dos razonamientos. El primero fue el resultado de su asalto al Parlamento en 1992. Entonces su acción tuvo el 65 por ciento de respaldo popular y las críticas internacionales no tardaron en disiparse. ¿Por qué no pensar que algo parecido podía ocurrir nuevamente? El segundo era su contribución a la lucha contra el narcotráfico. Es cierto que el acoso a las plantaciones de coca y de amapola en Perú es mayor que nunca, y probablemente los vínculos entre su gobierno y la DEA estadounidense son estrechos, pero esa misma conclusión hundió al panameño Noriega.
Los gobernantes latinoamericanos, que no conocen los entresijos del poder en Washington, suelen cometer el peligroso error de creer que el diplomático o el militar norteamericano con que conversan, o con el que llegan a tener cierto grado de intimidad o amistad, es la voz de Estados Unidos, hasta que un día descubren que ese país se expresa por diversos cauces -el Parlamento, el Departamento de Estado, la Casa Blanca -, y nunca los compromisos que establece son permanentes, porque un pequeño juez o la presión de la opinión pública puede hacerlos revocar de un plumazo. El Kissinger que ayer apoyaba el golpe contra Allende, hoy se encoge de hombros cuando los servicios de inteligencia de Estados Unidos se ven obligados a publicar información muy comprometedora contra el viejo aliado Pinochet. Dato que debería ponerle los pelos de punta al señor Vladimiro Montesinos.
¿Puede alguien dudar de que un día aparecerá un pavoroso expediente sobre/contra este caballero, compilado por quienes se sirvieron de él durante un largo tiempo? La gratitud y el afecto son rasgos de la conducta humana, y Estados Unidos no es una persona, sino un complejo Estado en el que las acciones son el resultado de la interacción, a veces impredecible, de las instituciones, los intereses y -¿por qué no? – los principios de algunos de sus funcionarios.
¿Qué viene ahora? Las presiones diplomáticas y políticas. La OEA y el Parlamento Andino tienen entre sus reglas más serias sendas cláusulas democráticas. No se puede pertenecer a esos organismos si no se exhibe respeto por el Estado de derecho y por las libertades. Y queda también la reunión anual de las cumbres iberoamericanas, con unos clarísimos acuerdos firmados en Viña del Mar hace pocos años, mediante los cuales los países signatarios se obligaban a respetar el pluralismo democrático: ¿asistirá a la próxima cita ese Fujimori ilegítimo y desacreditado en igualdad de condiciones que los demás presidentes y jefes de Estado y de Gobierno? ¿Cuál es el propósito de tomar unos acuerdos que luego no se cumplen? ¿No sería devaluar este foro hasta la caricatura pretender ignorar la presencia en él del dictador peruano?
¿Y qué viene después? Las presiones económicas. El FMI y el Banco Mundial también tienen sus cláusulas democráticas aplicables a discreción. Vienen la desinversión, la acentuación de la crisis económica, los desórdenes callejeros y, finalmente, el colapso del régimen. ¿Algún escenario conocido? Sí: probablemente, el muy reciente de Paraguay, o el de Guatemala hace unos años, cuando Serrano tuvo que abandonar el gobierno. Es decir: una combinación entre cierta formalidad institucional, aliada a un sector del ejército que asume el poder y a corto plazo convoca a elecciones para restituir la legalidad perdida.
Es vital impedir que se consolide la dictadura peruana. Si ello no ocurre, estaríamos ante otra versión del conocido efecto dominó: ¿cuánto tardarán en desmoronarse las frágiles democracias de Ecuador, Colombia, Venezuela, y quién sabe si hasta Chile? Hoy resulta obvio que puede comenzar otro espantoso ciclo de represión y oprobio. No tratar vigorosamente de impedirlo, además de una estupidez, constituye un terrible crimen.
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