Filos, fiolos y pejotas
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Si Kirchner, como gobernador, con mil cien millones de dólares en el bolso, no fue capaz en los noventa de diseñar, para Santa Cruz, ningún proyecto de desarrollo, nadie podía esperar que, como presidente, en los dos mil, con cinco años de “crecimiento a tasas chinas”, atenuara, aunque sea un poco, la pobreza.
Por lo menos, podía haberse esforzado para no multiplicarla.
En realidad, en los cinco años desperdiciados, Kirchner se dedicó a administrar la pobreza humanitariamente rentada. Con el objetivo de controlar la calle.
Lejos de controlarla, la calle sólo la comparte. Con una izquierda, también rentada, que hoy lo desborda.
nversión de riesgos
Como idea fuerza, como precepto básico, el control de la calle surge como una premisa sensata. Sabiamente fundamentada.
La evaluación de inteligencia más elemental indica que, en los últimos años, los desalojos institucionales del poder, en el subcontinente, nada tuvieron que ver con la tradicional conspiración militar.
Cayeron una sucesión de gobiernos constitucionales. Pero cayeron como consecuencia de la acción desestabilizadora de la calle ocupada.
En Bolivia, en Ecuador. Sin ir más lejos en la Argentina. Donde la calle, tendenciosamente estimulada, se cargó -podría decirse-, la fragilidad del gobierno del solitario De la Rúa. Y el interinato intenso del apasionado Rodríguez Saa.
Por lo tanto, la inversión social es preventiva de riesgos.
Para atemperar los efectos devastadores del pobrerío movilizado.
Entonces la inversión instalaba algo más gravitante que la facilidad del “clientelismo”. Concepto peyorativamente utilizado por los espantados prejuiciosos. Los que carecen de la menor idea acerca de qué hacer, en definitiva, con “los negros”.
La creciente marginalidad se impone como el mayor desafío para los sociólogos. Sobre todo en un país donde no suele tomarse la “población” como problemática. Estudiado, científicamente, en organismos internacionales como la Unesco, por ejemplo en la Conferencia de Estambul, o en la de Bucarest. O en la Conferencia Internacional sobre Población y Desarrollo, en El Cairo, 1994. Ampliaremos.
Capital del colapso
La inversión social, del jactancioso “modelo”, permitía la ficción de contener la pobreza. Cuando, tan solo, irresponsablemente se la administraba.
Mientras tanto, florecía el conglomerado de las “organizaciones sociales” filo kirchneristas. Y otras, frontales fiolas del kirchnerismo. Representativas, en general, filos y fiolas, del padecimiento rentado.
La versión material de esta pobreza, socialmente organizada, muy pronto iba a colisionar con los cuadros estructurados del Partido Justicialista. De la provincia que cuenta, la de Buenos Aires. Patéticamente ocupada por la marginalidad que paradójicamente invade -en el estricto sentido del término-, la capital del colapso. Artificio autónomo.
La acción de uno, o sea la organización social, filo del kirchnerismo, competía, invariablemente, con las atribuciones de caja del otro, por ejemplo del minigobernador del conurbano bonaerense.
Sobre todo en los primeros tiempos del cuaderno nuevo.
Cuando Kirchner prefería construir el poder, que se le prestaba, desde la recursiva transversalidad. Donde se tornaban indispensables los sellos filos de goma. Pero con instrumentos rentados, también, de otros partidos. Izquierdistas fiolos de descarte, que se anexaban a la complejidad del digno pobrerío que recreaba su propia cultura. Se sumaba a las organizaciones, a través del estipendio casi humillante, y del relativo compromiso de intercambio, al subirse a menudo al colectivo, para participar de marchas, u obturantes concentraciones. Por reclamación de “puestos de trabajo genuino”.
Transversalizados
La fragilidad transversal le sirvió, de todos modos, a Kirchner, para desalojarlo a Duhalde, en el 2005. Para perforarle el aparato “pejotista” de la provincia. Junto a los seducidos sectores independientes, que hoy se encuentran en banda, y hasta adhirieron al Caudillo Popular Francisco De Narváez. Junto a Randazzo, el Killer que aún persiste, tristemente domesticado, y Solá, que previsiblemente ya partió. Algo desorientado, tal vez, por la dificultad para encontrar nuevos referentes a los que unirse, para volver después a abandonarlos.
Pero el 2005 marcó -para Consultora Oximoron- el punto más alto de la epopeya kirchnerista.
Los transversales de plástico le sirvieron, a Kirchner, para conquistar el poder.
Pero pronto Kirchner se dio cuenta que no les resultaban útiles para mantener el poder conquistado.
En adelante, en otra decisión audaz, Kirchner, en otra voltereta, se borocotea. Pero al revés. Para erigirse en el jefe de aquellos minigobernadores desesperados que había sabido derrotar.
Por lo tanto se consagra como el hombre fuerte del aparato partidario que pretendía acabar.
Para erigirse, Kirchner, como el nuevo Padrino. Después de haber perforado al Padrino anterior. Como La Elegida había calificado a Duhalde.
Sólo con el apoyo político de los apadrinados, Kirchner podía elevarse. Para postergar, ineludiblemente, las apetencias de las organizaciones rentadas que colaboraron en la instalación.
Los antiguos transversalizados, por detrás, debían conformarse con las migajas del presupuesto que derivaban en panes. En recursos. Meros glucolines que les facilitaba, a Kirchner, la proeza de mantenerlos adentro. En la bolsa, pendientes de su bolso estatal. Pero sin evitar la desconfianza extraordinaria entre los sectores. El partidario, o sea el de los pejotas pragmáticos. Y el piqueteril, en versión filo k.
Ambos debían convivir porque dependían, en el fondo, de la distribución de los glucolines del Estado que controlaba Kirchner. Quien los manipulaba, y les daba aire, alternativamente, a uno, para postergar al otro.
Zurditos
Pero Kirchner se equivocó al suponer que los batallones desperdigados, integrados por las organizaciones filos, le garantizaban el control de calle. Porque, como se dijo al principio, a través del kirchnerismo rentado compartía la calle.
Los Filos con los Fiolos.
Con la izquierda consolidada que había armado sus propias organizaciones sociales. Con disidencias internas que tenían que ver con distintos enfoques interpretativos de Trotsky, o de Mao Tse Tung. Dos emblemas que se habrían sorprendido, junto al absorto Lenin, con los avances que lograban los zurditos argentinos, ataviados de pobres.
Los zurditos que portaban palos y nunca podrían conmoverse con ningún discurso de La Elegida. Mientras cumplían el objetivo que ningún revolucionario del siglo veinte pudo siquiera imaginar.
Ser subvencionados por el Estado que se proponían, desde la acción militante y la idea, exterminar.
Pero los revolucionarios rentados, superadores financieros de Pol Pot, de Stalin y del Ché, aparte de compartir la calle, se apoderaban, en elecciones democráticas, de las comisiones internas de las usinas más gravitantes. Mientras los sindicalistas del peronismo, los pejotas sin hambre, dormían la siesta de los medicamentos. Y triunfaban los zurditos, además, en los centros de las universidades, con muchachos espléndidamente esclarecidos que proponían la unidad de acción, con los proletarios. En el corte, en el piquete, en las marchas que colapsan, definitivamente, la ciudad.