Opinión Internacional

Europa: ¿ Económica o Política?

Hace pocos días el electorado irlandés rechazó el Tratado de Lisboa, instrumento legal que busca una mayor integración política europea. El Tratado es una versión modificada del borrador de Constitución repudiado tres años atrás por los votantes franceses y holandeses. ¿Qué significan estos eventos?

Luego del fin de la Segunda Guerra Mundial Europa ha tenido dos proyectos: uno explícito y otro implícito. El explícito es la exitosa Comunidad Económica Europea. El implícito es la Europa política, es decir, la integración de las diversas naciones europeas en un supra-Estado federal, con una política exterior y de defensa homogéneas y las instituciones que las apuntalen.

Por un lado y con razón los europeos, cansados de tragedias, procuran minimizar las posibilidades de que sus viejas rivalidades desemboquen en nuevos conflictos. Por otra parte, sin embargo, la Europa política expresa las ambiciones de sectores en las élites alemanas y francesas, así como de la burocracia comunitaria en Bruselas, orientadas a convertir Europa en potencia, en una potencia sustentada en las perogrulladas del llamado “poder blando” (que ni es blando ni es poder), y en el antagonismo hacia Estados Unidos.

Los electorados europeos desconfían de los propósitos de esas élites, se niegan a entregar otras porciones de sus respectivas soberanías nacionales a un supra-Estado y a la burocracia comunitaria, y sólo aspiran que la Europa económica continúe proporcionándoles estabilidad y prosperidad. En otras palabras, los europeos comunes y corrientes no comparten las metas de los políticos que desean un Estado único y con ello la oportunidad de acrecentar su influencia.

¿Quién puede legítimamente cuestionar a esos europeos comunes y corrientes, que cada vez que tienen ocasión votan contra sus élites y echan a un lado a la Europa política? Luego de las conflagraciones bélicas y atroces totalitarismos que experimentaron durante el pasado siglo, los europeos se hallan desencantados. Su entrega mayoritaria a un distraído hedonismo es el disfraz que oculta el miedo a cualquier amenaza, capaz de perturbar su apacible existencia. Hace rato que Europa dejó de invertir en serio en su propia defensa, y los electorados europeos bien saben que el costo de la misma exigiría una incómoda disminución en sus niveles de vida. Para defenderles están, en última instancia, los Estados Unidos de América, a pesar de las incesantes y con frecuencia injustas críticas de los dirigentes y prensa europeos hacia Washington.

La Europa política no tiene sustentación en un consenso democrático, y sería sabio de parte de las élites alemanas y francesas, así como de la burocracia en Bruselas, comprenderlo de una vez por todas. Ya hay signos positivos en ese sentido. Las recientes decisiones del gobierno francés en materia de defensa, por ejemplo, apuntan hacia una mayor unidad con Estados Unidos. De igual modo, las posturas internacionales de Angela Merkel y de Nicolás Sarkozy se encuentran a kilómetros de distancia de las canalladas de sus predecesores, los por fortuna olvidados Helmut Schroeder y Jacques Chirac.

Los electorados europeos no desean pagar el precio de un supra-Estado y los irlandeses lo comprobaron. Los problemas cruciales de Europa: la decadencia demográfica, la inmigración masiva y sin controles, y el gradual rezago universitario y tecnológico, entre otros asuntos, no marchan en armonía con las ilusiones de poderío de unas élites tan románticas como ambiciosas. Si fuesen un poco menos altivas esas élites deberían fortalecer a diario sus lazos con Washington. Se trata de lazos imperativos para Europa, pues las banalidades del pregonado “poder blando” se agotan con rapidez.

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