Opinión Internacional

El Zelaya del ocho

Pocos héroes clásicos se equiparan a Mel Zelaya. Miro hacia atrás en la historia de nuestra bicentenaria América Latina y, en verdad, salvo Tin Tan en sus mejores momentos — que no todos lo fueron —, no alcanzo a ver a nadie de tan hilarante estatura, no digamos ya moral, sino estatura a secas. Acaso el profesor Jirafales se le acerque, pero Jirafales, aunque sombrerudo como Zelaya, era un apocado; un “vencido la vida”, como diría el gran Eca De Queiroz.

Como hace ya mucho tiempo desistí de hacerme el analista político internacional, me quedo con comentar a mi sabor lo meramente visible, me quedo con la fenomenología de este nuevo tipo de caudillo latinoamericano: el que mata gigantes, como todo heroico caudillo, sólo que Zelaya persevera en tratar de desalojar a los golpistas hondureños matándolos de risa. Y con ellos, al resto del continente.

La imagen de Zelaya a bordo de un todoterreno, acompañado de Nicolás Maduro — como si hacerse acompañar de Maduro fuese garantía de no se sabe bien qué —, rumbo a la frontera hondureña, ni más ni menos que si se tratara del Mariscal Erwin Rommel, el Zorro del Desierto, tocado con un Stetson vaquero, ya prometía sabrosos momento de solaz y esparcimiento desde que la vimos en la televisión satelital.

Que un caudillo desterrado regrese a su tierra natal, al seno de los suyos, es una de las instancias impepinables de todo cantar de gesta, y esto ha sido así desde el Gilgamesh hasta el Mio Cid, pasando por la Canción de Rolando. Cualquier Vladimir Propp lo sabe, cualquier Joseph Campbell te lo explicaría: el héroe debe desatender los hados y emprender un viaje tan valedero como imprudente— un viaje descabellado, como el de Jasón y los argonautas— , bajar a los infiernos y, purificado ya, puesto finalmente en el trance de cruzar el puente colgante que salva el abismo, debe luchar a brazo partido con el adversario que puede llamarse Gorgona o Darth Vader. Sólo así le será dado regresar y, con un poco de suerte, también besar a la chica.

Se entiende que haya versiones del mito, claro. Ahí tiene usted el de Odiseo, por algunos llamado Ulises. Luego de una larga peripecia naval, secuela de la guerra de Troya, Odiseo regresa a su isla natal, sigiloso y disfrazado. No existía CNN en tiempos de la guerra de Troya, pero esto último esta muy bien averigüado: Odiseo regresa Itaca agachadito, calladiiiiito y haciéndose el pendejo, justo a tiempo de sorprender a la bola de rascabuchadores que quisieran llevarse a la dulce Penélope a la cama. Y entonces, con una pequeña ayuda de su hijo, “los quiebra” a todos, uno por uno. A eso llamo yo un regreso. Así ya pueden aparecer los créditos finales de la película.

No hay sino que ver el modo en que este avatar del mito de héroe desterrado que regresa con denuedo a su tierra se deja ver en la llamada Campaña Admirable, empresa militar con la que Bolívar, después de haber dado la cómica al perder la plaza de Puerto Cabello y tras haber entregado a su superior inmediato, el pagapeos Francisco de Miranda, a las fuerzas realistas, tuvo la suficiente vergüenza para juntar un puñado de arrojados e invadir Venezuela desde la Nueva Granada, en 1813. Claro, menos de un año después volvía a dar la cómica cuando Boves le metió nueve ceros a la causa patriota, pero ese no es mi punto esta mañana. Mi punto es que si te dan un golpe y te echan y prometes regresar— como el general MacArthur, a la caída de Corregidor ante los japoneses —, caramba, lo que queda es regresar y poner dos pares de timables en el empeño.

Fidel Castro, personaje que no me simpatiza en absoluto, fue, al menos en esto de los regresos improbables y triunfales, un ejemplo cabal de lo que el “imaginario” de los pueblos espera de un caudillo: regresó en un yate mal equipado, su guerrilla fue acribillada con el agua todavía a la cintura, pero alcanzó a encaramarse en la Sierra Maestra y lo demás es historia.

Pero el Método Zelaya ha derrotado por completo toda prescripción de la mitología del héroe hasta ahora compartida por los expertos. Zelaya regresa, pero no invade; Zelaya viene de frente, por la Carretera Panamericana.

Y he aquí la variante que Zelaya introduce en el mito: el regreso por cuotas, el regreso pasándole por delante al portero. Más que caudillo popular que intenta una invasión en el yate “Granma”, Zelaya enmascara su designio de volver al poder con procederes acaso más astutos, más dignos de Odiseo, “el fecundo en ardides”. Para decirlo todo: con ardides dignos de un tipo que impertérritamente intenta colearse en una parrillada del Club Los Cortijos.

Sólo que, a diferencia de Odiseo o de Castro, a la Zelaya le piden la cédula y se devuelve, según él, porque su vida peligra. Ciertamente, la vida de los caudillos populares, de los caudillos superarrechamente antimperialistas siempre está en peligro: es su segunda naturaleza; su condición esencial.

No se piense, sin embargo, que soy de quienes le mezquinan a Zelaya valor personal. Si hiciese falta una sola muestra del arrojo de Zelaya ella está en dejarse “manayear” por Chávez y sus procónsules.

Quién sabe, a lo mejor su plan funciona. Vencer con las armas de la ladilla. Acampa en la frontera, un discursito por la mañana, otro más tardecito, y cada vez que se acuerda va caminando hasta el alcabala a ver si en una de esas el ejército hondureño se equivoca y lo deja pasar. Vainas más raras han pasado en estas tierras. Mariposas amarillas, por ejemplo.

Y epidemias de insomnio.

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