El silencio de los corderos
Comienzo por aclarar que este artículo, salvo el título, no tiene nada
que ver con aquella excelente película del mismo nombre protagonizada
por Jodie Foster y Anthony Hopkins. Se me ocurrió tomar prestado el
nombre de la película luego de leer el importante artículo editorial
publicado el domingo 24 de mayo en el Washington Post con el título:
«Is silence consent?» (¿Es el silencio aquiescencia?). el editorial
del Washington Post comienza con la siguiente frase lapidaria:
«Mientras los Estados Unidos y los vecinos de Venezuela se mantienen
silenciosos, Hugo Chávez continúa su campaña para destruir lo que
queda de la oposición domestica». El editorial agrega que mientras
Chávez ejecuta la «tercera fase» de su revolución, la administración
de Obama persiste en su política de «envolvimiento tranquilo» (quite
engagement) que ofreció antes de asumir el poder. El editorial
concluye diciendo: «No objetamos el diálogo con el señor Chávez. ¿Pero
acaso no es el momento de comenzar a hablar de proteger a las
estaciones de televisión independientes, a los líderes políticos de la
oposición, a los sindicalistas y a los grupos de derechos humanos
–antes de que sea demasiado tarde?».
Esto, que con toda razón el WP le enrostra al gobierno norteamericano,
se puede aplicar a muchos gobiernos no solamente de nuestra región
sino también de otros continentes.
Es realmente vergonzoso constatar que gobiernos que se dicen
democráticos y amigos de Venezuela se tapan los ojos o voltean hacia
otro lado para ignorar lo que está ocurriendo en nuestro país bajo la
dictadura del teniente coronel presidente. Estoy consciente y lo he
dicho muchas veces, que nuestro problema con este señor lo tenemos que
resolver nosotros mismos. No pretendemos recibir apoyo o auxilio
externo en nuestra tarea de impedir la implantación de un régimen
comunista marxista leninista en Venezuela. Además, estamos convencidos
y comprometidos a lograrlo dentro del marco y los límites que nos
ofrece la Constitución Nacional. Pero una toma de posición clara y
categórica de los gobiernos democráticos hacia el régimen del
«socialismo del siglo XXI» ayudaría mucho a la disidencia. Esos
gobiernos deberían recordar el importante papel que jugó la famosa
«Doctrina Betancourt» en el rescate de la democracia cuando
prácticamente el continente se encontraba sometido a ominosas
dictaduras.
No se trata de revivir aquella Doctrina sino que ha llegado el momento
de que los gobiernos que se proclaman protectores de los derechos
humanos y defensores de la democracia antepongan sus compromisos
permanentes con la libertad a los intereses y beneficios pragmáticos
coyunturales. Sabemos que eso no es nada fácil para países como Brasil
y Colombia que se benefician de una balanza comercial jugosamente
superavitaria, o como Argentina que ha recibido auxilio financiero en
momentos en que su economía se encontraba en dificultades, o como los
países de Centroamérica y el Caribe que ven atenuado el peso de su
factura petrolera con el tratamiento excepcionalmente favorable que
reciben. No incluyo aquí al grupo de países «tírame algo» del ALBA
porque son casos perdidos por ahora, mientras aguante la chequera
bolivariana.
Pero bastaría un gesto de dignidad de parte de los gobernantes de esos
países como los de los eminentes intelectuales que participaron en el
Foro de CEDICE o de prestigiosos periódicos como el Washington Post y
otros, para demostrarle al mandante de Miraflores que la oposición
venezolana no es huérfana. Aún cuando trata de disimularlo, el
teniente coronel presidente es muy sensible a la imagen que tiene de
él la opinión pública internacional. Por eso invierte millones de
dólares en campañas de propaganda en el exterior y paga lobistas y
articulistas extranjeros para que divulguen la mentirosa versión
oficial de la realidad venezolana.
Lo dicho no se limita a los gobiernos de nuestra región. La actitud de
algunos gobernantes europeos genera también justificada indignación en
la sociedad democrática venezolana. En otras latitudes observan
nuestra situación desde una óptica romántica como la que prevaleció, y
sigue prevaleciendo, con respecto de Cuba. Es muy fácil asumir el
papel de admirador de una revolución comunista cuando se vive en
países lejanos y no se sufre en carne propia el impacto de los abusos
de poder, de las persecuciones, de las injusticias, de los atropellos
o de los efectos de las políticas y medidas de toda índole que atentan
contra la tranquilidad, la integridad y hasta con la vida del
venezolano y de sus familias.
Casualmente, este domingo pasado el Washington Post publicó otro
editorial con el tíulo: «Freedom on the Defensive» (La libertad a la
defensiva) en el cual se lee: «A pesar de su compromiso con la
democracia, la Organización de Estados Americanos ignora a Venezuela y
le hace la corte a Cuba» en lugar de ocuparse «del rápido deterioro de
la situación venezolana donde el hombre fuerte ha ordenado
investigaciones contra la mayoría de sus opositores -encarcelado
algunos y forzado otro al exilio y amenaza con cerrar la última
estación televisora de oposición».
Soy firme partidario de la diplomacia preventiva -el empleo oportuno
de los recursos de la diplomacia para evitar que una situación
susceptible de convertirse en problema se deteriore y evolucione hacia
niveles que seguramente tornarán más difícil su solución y parodiando
al Washington Post, cierro este artículo preguntando: ¿Acaso no es el
momento de romper ese silencio cómplice y comenzar a hablar de
proteger la democracia venezolana antes que sea demasiado tarde?
www.adolfotaylhardat.net