Opinión Internacional

El opio de los pueblos

Cualquier persona sin mucha escuela sabe que fue Carlos Marx quien calificó
a las religiones con la frase que sirve de título a esta nota. Su padre
Herschel que era hijo, hermano y yerno de rabinos y descendiente de sabios
talmúdicos; se convirtió al protestantismo cuando su hijo Karl tenía seis
años de edad; la razón fue un edicto prusiano que prohibía a los judíos
practicar la abogacía. El niño fue testigo del trauma que tal decisión causó
en su familia y de cómo su madre encendía en secreto -cada viernes- las
velas del shabat, negándose así a abandonar en la intimidad del hogar, las
creencias y tradiciones de sus ancestros. Algún resentimiento tremendo
contra el padre converso debe haberse desarrollado en el Marx adulto, un
ateo cuyos conceptos antijudíos harían palidecer de envidia al más radical
de los antisemitas.

A partir de 1917, con el triunfo de la revolución bolchevique -supuestamente
inspirada en las teorías marxistas- y hasta el derrumbe de la Unión
Soviética a partir de 1990, gracias a Gorbachov; quedó absolutamente
demostrado que el comunismo estalinista, transformado en religión de
obligatorio acatamiento, fue la más letal de las drogas. Si el opio
introducido por los colonialistas británicos causó estragos en la salud de
la población china en el siglo XIX, la droga estalinista acabó con la vida
de millones de personas fusiladas, torturadas, encarceladas o enviadas a ese
moridero por hambre y frío que fue Siberia.

Esa droga, como ocurre hoy en otro contexto con la cocaína, fue exportada
para envenenar las mentes, cegar los ojos y causar la sordera de decenas de
miles de comunistas en todo el mundo. Algunos lograron curarse, otros
padecen la adicción hasta el día de hoy cuando es imposible negar que,
además de los crímenes y la supresión de todas las libertades, el comunismo
causó la ruina de un imperio que se pretendió la alternativa del capitalismo
y resultó ser de cartón piedra.

¿Cómo es posible que aquella estructura pétrea, aquella cárcel gigantesca
que mantuvo cautivos a tantos millones de seres humanos durante más de
setenta años, haya podido desmoronarse de un día para otro? Las
explicaciones pueden ser infinitas, pero me referiré a una que le oímos al
Premio Nóbel Shimon Peres en un discurso magistral que pronunció en la
Universidad Católica Andrés Bello, cuando visitó Caracas en 1999. Fue la
televisión -nos dijo Peres- imposible sostener por más tiempo aquel régimen
de privaciones y represión cuando sus pobladores podían ver cómo se vivía en
otros países de Europa y del mundo. En la Cuba castrista, único país del
mundo occidental donde sobrevive un régimen estalinista, no hay acceso del
ciudadano común ni a la televisión por cable ni a Internet, de manera que
alguna razón habría que concederle Shimon Peres. Los viudos del comunismo
soviético, ocultos bajo la piel de cordero del socialismo, deberían parodiar
a Marx asegurando que el verdadero opio de los pueblos es la televisión, si
tanto poder tuvo para acabar con una de las dos grandes potencias.

Cuando vivimos (gústenos o no) en un mundo en que la más globalizada de las
globalizaciones es la de las comunicaciones y de primera entre ellas, la
televisión, nuestro gobierno socialista del siglo XXI se lanza como
accionista mayoritario o dueño, de un canal que revolucionará a la América
de habla hispana y cuidado si también a nuestra antigua metrópoli europea.

Telesur tiene temblando a CNN, a la BBC y a otras superpotencias
informativas; pero lo más importante es que ha puesto a temblar al mismo
Bush. A algunos de esos genios que suelen descollar en la política de EEUU
con Latinoamérica, se le ocurrió que algo había que hacer para contrarrestar
la influencia nefasta del nuevo instrumento subversivo castro-chavista. De
esa manera, un canalito perdido en medio de las varias decenas de opciones
de la TV por cable, adquirió notoriedad. Claro que por ahora se trata de un
esfuerzo socialista dirigido solo a la burguesía oligarca, que es la que
disfruta del privilegio de acceder a canales informativos del mundo entero,
amén de los de diversión.

Por supuesto que inmediatamente salimos de curiosos a ver qué tal era esa
amenaza para el Imperio; nos encontramos con un bodrio sobre Eduardo Galeano
con un insoportable olor a naftalina. Nos pareció que de un momento a otro
veríamos “El Inspector Nick”, aquel programa de factura nacional con que se
inició la televisión venezolana a comienzo de los años 50 o a los grupos de
música dizque llanera que hacían las delicias del gobierno de Pérez Jiménez
o “El Derecho de Nacer”, con Raúl Amundarain en el papel de Albertico
Limonta. Nuestros recuerdos volaron hacia el Indio Araucano y sus saltos con
penacho de plumas, guayuco y tambor, en el escenario del Show de Víctor
Saume, también en la década de los 50.

Como a las 11 de la noche comenzó un documental patrocinado por la comunidad
palestina de Chile, en el que se acusaba al Estado de Israel de toda suerte
de atrocidades contra los palestinos, especialmente los niños. Aquella
propaganda absolutamente unilateral duró más de una hora, fue repetida en la
madrugada y dos o tres veces más al día siguiente. Resulta que un canal
creado para que los pueblos de América se intercomuniquen y conozcan a sí
mismos, su cultura, sus problemas y sus logros; se transforma en un vehículo
de propaganda tendenciosa de una de las partes en pugna en el Medio Oriente,
precisamente cuando se hacen grandes esfuerzos para un acuerdo de paz en la
región. ¿Debería ser ese el papel de una televisora financiada por el
gobierno de Venezuela: azuzar odios en vez de contribuir a la paz; importar
a nuestros países donde árabes y judíos hemos vivido en paz, una
confrontación que tanta sangre y dolor ha causado? Si Telesur sigue por ese
camino, le auguramos un fracaso inminente. La televisión como instrumento de
propaganda política sin los subliminales traseros y pechos de exuberantes
mujeres, sin violencia, suspenso y sexo y sobre todo, sin estímulos al
consumo, no es opio sino somnífero y no puede sobrevivir ni que Chávez lo
ordene.

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