Opinión Internacional

El escándalo de la parapolítica

El escándalo de la “parapolítica” en Colombia ha sacudido al país como no lo ha hecho ninguno otro desde el famoso proceso 8000, en el que salió a la luz el virtual matrimonio de parte de la clase política colombiana con el Cartel de Cali. Y no es para menos: la investigación que realiza la Fiscalía y la Corte Suprema sobre el alcance de los tentáculos de las fuerzas paramilitares ya ha cobrado varias cabezas, incluyendo la de algunos gobernadores, alcaldes y casi una decena de congresistas. Las revelaciones de la investigación también han salpicado al entorno cercano del presidente Uribe, sacando de circulación a su ex jefe de inteligencia y costándole el cargo a la bella canciller María Consuelo Araujo, quien se vio obligada a renunciar por los delitos que su padre y uno de los congresistas arrestados, su hermano Álvaro Araujo, perpetraron para asegurarle al Araujo júnior (“Alvarito”) un puesto en el Senado.

El caso de los Araujo no es el peor, pero es una buena introducción para quien desee adentrarse en los siniestros entresijos de la parapolítica. A los Araujo, al igual que a otros senadores y representantes, se les acusa de aliarse con el líder paramilitar Jorge 40 (alias de Rodrigo Tovar Pupo) para fraguar un fraude electoral en 2002. La manera como se llevó a cabo este fraude fue tan ingeniosa como repugnante: para despejar el camino a Alvarito para que ganara las elecciones, Jorge 40, con la participación directa de los dos Araujo, hizo que la popular candidata del MRL, Juana Ramírez, se retirara de la contienda y – ¡además!– se uniera a la lista de Araujo para que éste recibiera una mayor votación. ¿Cómo la obligaron a sacrificar su candidatura y ceder sus votos al Araujo júnior uniéndose a su lista? Pues muy simple: secuestrando a uno de sus aliados, el militante del MRL Víctor Ochoa, y amenazándola con matarlo sino contribuía al triunfo de Araujo.

Conforme avanzan las investigaciones, se ha descubierto que el secuestro como instrumento de extorsión fue sólo uno de los métodos utilizados en lo que la Corte llama “un proyecto [de los paramilitares] de paulatino apoderamiento del Estado, desde lo local hasta lo nacional.” Otros métodos utilizados por los paras para imponer a sus candidatos incluyen el robo de tierras, la repartición de los votos entre los candidatos que tenía su aval, el financiamiento de campañas con dinero del narcotráfico, la alteración de resultados electorales y las amenazas de muerte dirigidas no sólo a aliados o familiares de los candidatos, sino también a los candidatos mismos. ¿Eran estas amenazas de aire? En lo absoluto. Quien no lo crea vaya y pregúnteselo a los pobres familiares del valiente dirigente de El Copey Luis Laborde, quien fue asesinado por desafiar a las AUC y postularse como candidato a la Cámara de Representantes. Si Juana Ramírez no se hubiese retirado de la contienda para despejar el camino al Araujo júnior, Víctor Ochoa, y quizá ella misma, hubiesen probablemente corrido con la misma suerte.

Además del Congreso y las administraciones municipales y departamentales, el cáncer del paramilitarismo también infiltró otras instituciones del Estado como el Departamento Administrativo de Seguridad (DAS). Una semana después del arresto de los cinco congresistas a mediados de febrero, la Corte ordenó el arresto de Jorge Noguera, ex director del DAS. A Noguera se le acusa, entre otras cosas, de borrar registros de narcotraficantes en el DAS, de facilitar a Jorge 40 listas de sindicalistas y activistas de derechos humanos que posteriormente fueron asesinados, y de suministrar bases de datos para alterar resultados electorales. Este arresto es uno de los más preocupantes porque, a diferencia de los congresistas, el caso involucra directamente al presidente. Noguera fue jefe de campaña de Uribe en el departamento de Magdalena antes de dirigir el DAS y el presidente lo nombró jefe de inteligencia a pesar de no tener experiencia alguna en asuntos de seguridad e inteligencia.

¿Se debe desligar a Uribe, del que no existen pruebas de vínculos con paramilitares, de este escándalo de la parapolítica? ¿Debe pagar un precio por los delitos perpetrados por algunos de sus aliados y cercanos colaboradores? Los defensores de Uribe dicen con algo de razón que el escándalo de la parapolítica es en el fondo un producto de las exitosas políticas de seguridad y las desmovilizaciones de fuerzas paramilitares promovidas por el presidente, gracias a las cuales muchos líderes paramilitares, incluyendo Jorge 40, están ahora en la cárcel confesando sus crímenes. Y a Uribe ciertamente le gusta esta manera de ver las cosas, pues en un entrevista reciente dijo que su política de seguridad confiscó la computadora de Jorge 40 que ahora es una de las piedras angulares de la investigación del Estado.

Este argumento es certero, pero también algo engañoso. Es verdad que el escándalo puede ser visto como un resultado del éxito de las políticas de seguridad del gobierno –políticas que, además de desmovilizar aproximadamente a 30 mil paramilitares, acorraló a las FARC y ha reducido significativamente el número de homicidios y secuestros. También es cierto que, a diferencia de sus homólogos en Venezuela, Bolivia y Ecuador, Uribe ha respetado y promovido la independencia de las instituciones democráticas que ahora castigan a los protagonistas de esta controversia. Pero eso no quiere decir que se debe obviar la preocupante infiltración de los paramilitares en la coalición de gobierno (ocho de los nueve congresistas con orden de arresto son uribistas). Tampoco quiere decir que debemos olvidarnos de la generosidad con que el presidente ha tratado a los que ahora están bajo arresto o de la agresividad con que ha atacado a todo aquel que ha cuestionado la honestidad de sus aliados. Porque lo cierto es que, a pesar de que Uribe no ha intervenido las investigaciones de la Corte, su comportamiento en este escándalo ha sido bastante cuestionable.

Uribe podrá señalar ahora a la prensa que la confiscación de la computadora de Jorge 40 es un producto de su política de seguridad democrática, pero no dice que el gobierno fue el primero poner en duda algunos de los hallazgos de la computadora. Tampoco menciona sus arremetidas a los medios y congresistas que han divulgado informaciones sobre el fraude electoral y la paramilitarización del DAS (que luego fueron confirmadas por la Corte), ni ese trato generoso que ha dado a funcionarios sobre los cuales existen desde hace tiempo sobrados indicios de actuaciones irregulares. Ese es el caso de Maloof, Caballero y Vives, tres de los congresistas arrestados en febrero que habían sido expulsados del uribismo a comienzos de 2006 por vínculos con las AUC, pero luego volvieron al redil con la bendición presidencial. También es el caso de Salvador Arana, ex gobernador de Sucre que Uribe mandó a la embajada de Chile a pesar de que la Fiscalía llevaba cinco años investigándolo por nexos con los paramilitares. ¿Y qué decir de Noguera, a quien hasta hace poco Uribe defendió a capa y espada y dijo “poner sus manos en el fuego” por él y mandó a Milán como cónsul cuando surgieron los primeros indicios de sus vínculos con Jorge 40? Quizá Uribe pecó de inocente, pero incluso en ese caso merece una cuota de responsabilidad en este escándalo.

¿A qué se debe el trato generoso que algunos analistas y medios de comunicación internacionales han dado al presidente? Me temo que esto se debe en parte a consideraciones geopolíticas. Es decir: a Hugo Chávez y esos brotes de izquierdismo autoritario en el hemisferio. Como venezolano, varias veces he sentido envidia de los colombianos por tener un gobierno que coloca el pragmatismo sobre la ideología, los resultados sobre la retórica, que mantiene cierto respeto por las instituciones y rechaza el populismo, el militarismo y anacrónicos modelos económicos de desarrollo. Pero que Uribe sea un líder moderno y eficiente en comparación a sus homólogos en Bolivia, Ecuador y Venezuela no debe eximirlo de críticas. Los vínculos de los miembros de su coalición y su ex jefe de inteligencia con los paramilitares no son nimiedades. Las fuerzas paramilitares, a pesar de tener un origen comprensible, están ahora conformadas por narcotraficantes, terroristas, extorsionadores y asesinos de la peor calaña. Esta gente, y la gente que se asocia con ellos, deben ser denunciadas.

Esto es precisamente lo que ha estado haciendo admirablemente la prensa colombiana, así como algunos valientes académicos, investigadores y congresistas que han arriesgado su vida y las de sus familiares para denunciar esta mafia paramilitar. El Tiempo, Cambio, Semana, investigadoras como Claudia López y senadoras como Piedad Córdoba fueron los primeros en destapar muchos de los hitos de este escándalo. Ciertamente la Corte y la Fiscalía reaccionaron con valentía e independencia ante las denuncias, pero es probable que no lo hubiesen hecho si no fuese por la presión ejercida por estos temerarios luchadores. Lo menos que merecen son los insultos del presidente.

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