El desconcertante “zar Medvédev”
Dimitri Medvédev asumió esta semana la presidencia de la Federación Rusa en un acto solemne que recordaba, extrañamente, la suntuosidad de una entronización imperial. Estiman los politólogos que la ceremonia celebrada en el Kremlin fue una mezcla de reafirmación del poderío de los zares y de espectáculo mediático cuidadosamente preparado, cuyas secuencias debían causar un importante efecto psicológico más allá de los confines de la “madre Rusia”.
Para la mayoría de los observadores occidentales, el nuevo Presidente ruso no deja de ser un mero símbolo del continuismo de la política llevada a cabo por Vladimir Putin, amigo y valedor de Medvédev. Incluso hay quien opina que el relevo del antiguo agente de la KGB reconvertido a estadista es un simple espejismo, que los destinos de Rusia seguirán dependiendo de la estrategia establecida por el minúsculo grupo de ex agentes de los servicios de inteligencia que se habían adueñado del poder durante la era del titubeante Borís Yeltsin. Nada menos cierto, puesto que ya en los últimos años de la desaparecida URSS los exponentes de este poder oculto controlaban la vida pública del gigante con pies de barro. Algunos Secretarios Generales del Partido Comunista de la Unión Soviética (PCUS) procedían del aparato represivo o se apoyaban en sus estructuras para perpetuarse en el poder. En este contexto, conviene señalar que Vladimir Putin no representa la excepción que confirma la regla. Por el contrario, es el digno representante de una nueva clase política que emerge del caos producido por el derrumbamiento del imperio soviético. Una clase integrada por los supervivientes de los servicios secretos, que se colocaron en los múltiples “agujeros negros” de la política y la economía, invadiendo el terreno de los antiguos “aparatchik” del régimen comunista.
Sin embargo, Dimitri Medvédev no pertenece a este núcleo de poder. Curiosamente, este economista que llegó a dirigir la “Gazprom”, la empresa energética más grande del país, tiene antecedentes de otra índole. Medvédev no colaboró con los servicios secretos. Más aún, se enorgullece de no haber hecho siquiera el servicio militar, de no haber engrosado las filas de un ejército que, tras la humillante derrota sufrida en Afganistán, se limitó a reprimir los focos de inestabilidad interna, provocados por nacionalismos de todo signo: Nagorny Karabaj, Abjasia, Chechenia…
Medvédev es, o la menos pretende ser, el recién llegado que promete modificar los parámetros actuales de la sociedad rusa. Sus primeras promesas –mayor respeto de los derechos humanos, modernización de la estructura industrial del país, aumento del nivel de vida de la población, ampliación de la hasta ahora exigua clase media, cambios en la política exterior- llamaron la atención de los “kremlinólogos”, empeñados en averiguar si detrás de las buenas palabras del Presidente no se ocultan las habituales trampas.
En efecto, el sistema de gobierno ideado por los nuevos dueños del país deja muy poco margen de maniobra a los extraños. Cabe suponer que Putin, que asume el cargo de Primer Ministro, tratará de controlar los ministerios clave, limitando las prerrogativas del nuevo Presidente.
Por otra parte, el establishment moscovita es consciente de la necesidad de lanzar una “operación sonrisa” destinada a tranquilizar a los políticos occidentales, preocupados por los cada vez más frecuentes “arrebatos hegemónicos” de Vladimir Putin.
De hecho, Rusia no deja de ser una gran incógnita. Esta gran potencia parece poco propensa a renunciar a su papel a escala planetaria. Quienes se frotaron las manos tras la desaparición del mundo bipolar, empiezan a comprender que habrá que contar con el Kremlin a la hora de diseñar nuevas estrategias mundiales. Dimitri Medvédev se halla, pues, ante un doble desafío: por un lado, tratar de modernizar Rusia y, por el otro, imponerse en el hasta ahora no siempre armónico concierto de las grandes potencias.