Democracia en Latinoamérica
La renuncia casi forzada del presidente Carlos Mesa en Bolivia es, según muchos analistas, otro indicio más de que la democracia en la América Latina se está resquebrajando. “Los síntomas son cada día más visibles”, alegan. En Venezuela Hugo Chavez ha socavado el Estado de Derecho y trizado las delimitaciones que separan los Poderes. En Nicaragua una alianza de baja estofa entre Daniel Ortega y Arnoldo Alemán amenaza con birlarle el poder al presidente Enrique Bolaños. El pasado abril el presidente de Ecuador, Lucio Gutierrez, recibió una dosis de su propia medicina cuando, después de disolver la Corte Suprema para rellenarla con sus amigotes (y así absolver al ‘loco’ Bucaram de cargos de corrupción), el congreso lo extirpó ilegalmente de su cargo. Para más, el ascenso de Lula, Lagos, Kirchner y Vázquez, representa un peligroso viraje de la región hacia la izquierda. Jackson Diehl, preocupado por estos acontecimientos, sonó la alarma en el Washington Post. “La democracia está fallando en América Latina”, trinó. “La tradición de populismo autoritario está de vuelta”.
Por supuesto, esta observación de Diehl, formulada con ligeras variaciones por otros medios (Newsweek, la BBC, el New York Times), es un tanto exagerada. En primer lugar, Diehl subestima la profundidad de lo que es acaso el logro más importante de la región en las últimas décadas. Hace apenas 26 años, juntas militares o dictadores gobernaban casi todos los países de América Latina. Durante la década de los 80, esta situación dio un giro coperniquiano: para 1990, con la excepción de Cuba, la democracia imperaba en todos los países de la región. Sin contar Haití, los militares no han tumbado un gobierno para luego entronizarse en el poder desde 1976. Hoy día, pese a los Chávez y los Fujimori, es imposible imaginar una vuelta a la época de las dictaduras de los 60 y 70, sobretodo si se considera que hasta ahora no han sido comunes los retrocesos de democracias a formas autoritarias de gobierno.
En segundo lugar, Diehl también subestima cuánto se ha integrado la región a la economía global, lo que la hace más susceptible a presiones internacionales para preservar la democracia. Estas presiones se han intensificado desde la caída de la Unión Soviética, pues con el desvanecimiento de la ‘amenaza’ comunista -que empujó a los norteamericanos a formar vergonzosas alianzas con tiranuelos para resguardar ‘zonas de influencia’- los países del Primer Mundo se han vuelto más consecuentes en su apoyó a la democracia en la región; y como estos países tienen influencia directa e indirecta en los flujos económicos internacionales, su poder para proteger y promover la democracia ha aumentado significativamente. Como bien lo señaló Jorge I. Domínguez, “la participación en los mercados internacionales, sobretodo si está garantizada por tratados de libre comercio, aumenta el poder que los actores externos pueden ejercer para defender los gobiernos constitucionales”.
También exageran quienes proclaman un peligroso resurgimiento de la izquierda en el continente, insinuando que después del fracaso de las reformas ‘liberales’ de los 90 América Latina se ha deslizado al otro extremo del espectro ideológico. Es cierto que tanto Lula en Brasil y Kirchner en Argentina como Vázquez en Uruguay y Lagos en Chile son líderes de izquerda; es decir, se identifican como líderes de izquierda y lucen credenciales de izquierda. Pero su manejo de la economía ha sido diferente al de Alan García en Perú, al de Salvador Allende en Chile, o al del célebre adalid del grupo, Fidel Castro, epítome de las causas izquierdistas en América Latina que ha practicamente definido lo que significa ser de izquierda en la región. La política económica de Lula, Kirchner y Lagos nada tiene que ver con un radical reordenamiento de la economía, o con la confiscación y nacionalización de la propiedad privada. Tampoco está en guerra con la inversión extranjera ni enamorada del gasto público. Más bien su política económica ha sido bastante ortodoxa, totalmente en línea con los principios de la economía de mercado. Ni siquiera Hugo Chávez, cuya chapuza autoritaria destila una profunda identificación con desteñidas causas izquierdistas, ha sido consistente (ni coherente) en cuanto a la dirección ideológica de su régimen. La izquierda de Lula, Lagos y Kirchner se parece más a la izquierda lite de los países desarrollados –que se cierne dentro del marco del liberalismo- que a la de un Ortega, un Allende o un Castro, o que a la de las otras variantes de izquierda practicadas hasta ahora en la región.
Lo que si es cierto, sin embargo, es que pese a los logros políticos de las pasadas décadas las democracias de América Latina, salvo contadas excepciones, no son democracias estables. Prueba de ello son no sólo las crisis y protestas en Venezuela, Ecuador, Bolivia, Nicaragua y Haití, también la docena de presidentes elegidos democráticamente que, en las últimas décadas, porque han sido enjuiciados o se han visto obligados a renunciar, no han podido completar su período (Ecuador ha tenido siete presidentes en ocho años). También es cierto que la democracia no ha llenado las expectativas de la gente. Las respetadas encuestas Latinobarómetro revelan que los latinoamericanos prefieren la democracia a la dictadura. Pero estas mismas encuestas también muestran cierto excepticismo con respecto a los beneficios y rendimiento de los gobiernos democráticos.
Este excepticismo es perfectamente entendible, pues en muchos sentidos los logros de las democracias latinoamericanas han sido nimios, sino mediocres. El crecimiento de la economía en la región ha sido pobre. El desempleo –al igual que la violencia y el crimen- ha ascendido a cifras récord, siendo hoy mucho más alto que a principios de los 90. En los últimos 25 años el único país cuyo ingreso per cápita ha subido significativamente ha sido Chile (también el único país en el que la pobreza está por debajo del 20% de la población). Cierto, en el 2004 la economía de América Latina creció un 5.5%, el más alto crecimiento que ha registrado la región en décadas. Sin embargo, los expertos señalan que este crecimiento se debe en gran parte a circunstancias internacionales extremadamente favorables. Es decir: lo más probable es que esta rata de crecimiento no se mantenga.
No es ningún secreto que los gobiernos democráticos de América Latina no han materializado los sueños de justicia y progreso social. Tampoco lo es que nuestras democracias a veces apenas merecen el título. En muchos países no hay un verdadero sistema de contrapesos o equilibrio de poderes; el sistema judicial es a menudo un mero instrumento de los poderosos; la ley no llega a la mayoría de la población o llega con cuentagotas; la riqueza se distribuye de abajo hacia arriba; el sector privado de la mayoría de los países es pavorosamente ineficiente. Estos problemas no son necesariamente indicadores del desfallecimiento de la democracia, pero tampoco se deben tomar con ligereza. No en una región con 227 millones de pobres y las más feroces desigualdades del planeta.