Opinión Internacional

Complicidad con la maldad

Por primera vez, un tribunal penal internacional considerará la solicitud de detención de un Jefe de Estado en ejercicio. La orden contra el presidente sudanés Omar Hassan al Bashir, presentada por el Fiscal de la Corte Penal Internacional Luís Moreno Ocampo, tiene enorme trascendencia: termine como termine, rompe un largo silencio.

El expediente del mandatario sudanés incluye un aterrador catálogo de crímenes de genocidio, lesa humanidad y guerra, tipificados en el estatuto de creación de la Corte Penal. Matanzas, exterminio de grupos étnicos, deterioro deliberado de condiciones de vida, sometimiento a traslados forzosos, violaciones, torturas, saqueos y ataques a civiles son parte de las responsabilidades de Bashir en la tragedia de Darfur, que ha costado la vida a más de doscientas mil personas y la morada a dos millones y medio.

No sorprende que se repita la actitud gubernamental sudanesa del año pasado ante las órdenes de detención acordadas entonces contra dos altos funcionarios: desconocimiento de la Corte Penal, ofensas al Fiscal, y descalificación de la solicitud de detención por ilegal y violatoria de la soberanía. Y aunque tampoco sorprende mucho que organizaciones internacionales, regionales, países cercanos y socios comerciales tomen distancia de la solicitud, impactan sus argumentos: que genera interrogantes a nivel legal, que destruye los esfuerzos diplomáticos y mina la posibilidad de incrementar las fuerzas de paz conjuntas de Naciones Unidas y la Unión Africana, que estimulará un baño de sangre y la extensión de las atrocidades, y que el Consejo de Seguridad de la ONU nunca ha calificado de genocidio los crímenes cometidos en Sudán. Se suman calladamente otras razones, como las de Rusia y China, relativas a sus intereses en los ricos yacimientos minerales de Sudán, en la venta de armas y en la protección de sus propias violaciones de derechos humanos.

La tensión entre las consideraciones políticas y económicas, por un lado, y las jurídicas y éticas, por el otro, ha tendido a colocar la seguridad de los gobiernos por encima de los derechos fundamentales de la gente. En un caso como el de Bashir, esa tensión se manifiesta agudamente en las divergencias entre la Corte Penal y las Naciones Unidas (la Unión Africana y la Liga Árabe).

He tomado prestado el título y concepto con los que Adam Lebor (Complicity with Evil. The United Nations in the Age of Modern Genocide, Yale University Press, 2006) presentó un excelente estudio, a la vez crítico y constructivo, sobre graves crisis humanitarias en las que la ONU ha actuado poco, mal y tarde: Ruanda (1994), Sebrenica (1995) y Darfur (a partir de 2003). Se inspira el periodista británico en un informe presentado en 2000 al entonces Secretario General de las Naciones Unidas por un grupo de expertos. Advertían que la imparcialidad diplomática de esa organización debía sustentarse en la total adhesión a los principios de su carta constitutiva, así que “donde una parte, de forma clara e incontrovertible, viola esos principios, la continuación del tratamiento normal puede resultar, en el mejor caso, en ineficiencia, y en el peor puede llegar a complicidad con la maldad”.

La lista de complicidades es larga, de allí la trascendencia de la acusación del Fiscal de la Corte Penal: obliga a romper el silencio, desde el terreno de los principios.

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