Colombia y Venezuela: memoria y cuenta
Una vez la pólvora mojada, y ahora que ocupa de lejos un segundo lugar en la agenda venezolana detrás de las elecciones parlamentarias del próximo 26 de septiembre, es bueno cerrar por escrito el ciclo de ebullición permanente que concluye, esperemos, con la salida de Uribe y con la llegada del presidente Santos Calderón a Colombia. Ocho años de desencuentros. Tiempo desperdiciado en crispación improductiva para la relación binacional que dejó un sabor agrio en los que nos interesamos por su prosperidad material y política.
Una primera conclusión es la de la calidad de nuestros dirigentes a los que no dudaría en llamar “narrativos”, que son aquellos sobre los que hay mucho que contar pero muy poco que sumar. No me detendré en logros o fracasos de uno u otro, que los habrá, pero en su conjunto cuando observamos sus acciones para medir el progreso alcanzado binacionalmente, hay poco de positivo para destacar además de los negocios mal pagados. ¿Es que juntos construyeron alguna escuela, inauguraron algún puente, un hospital, pusieron a marchar una ilusión en el corazón de la gente? ¡Ninguna! A no ser el miedo expresado en la frase “ojala no haya guerra”.
Del resto fueron años que pasarán a la historia como un chiste ingrato y eso debe pesar, para no olvidarlo, en el apetito de los que hacen o escriben la historia cotidiana y en el menú de los pueblos que a veces con tanto desacierto escogen a quienes le abren una tumba a la nación. Porque la política exterior, si es que sigue existiendo, no es más que política interna por otros medios. En el caso de países vecinos mucho más, en el ejemplo de Colombia y Venezuela, ni se diga. No hay tema de la agenda de uno que no esté en la del otro. Todo está en íntima perspectiva. Vecinos internos “que se dependen”. Y es tan fuerte la unión que hasta se perturba el lenguaje al tratar de definirla.
Ahora bien, a pesar de creer que es imposible cambiar en lo profundo la relación entre Colombia y Venezuela mientras persistan visiones y prácticas ideológicamente excluyentes, pienso que se puede, para tranquilidad de todos, establecer una forma civilizada de vida en la que la guerra no sea ni prioridad ni posibilidad a la vista. Se ha abierto una etapa de distensión que ojala dure más allá de lo que nuestras conjeturas suponen, que debe ser para propiciar zonas de reencuentro que habíamos dejado olvidadas. Ambos gobiernos no tienen más que abrir los ojos para encontrar los proyectos que ambos países han construido durante siglos como posibilidad de futuro. En las cancillerías, ministerios, empresas, universidades, hospitales, no existe un lugar de nuestras identidades que no requiera de la ayuda del otro y que no tenga una idea ya escrita para resolver escollos. Aspiro a que se tienda la mano, de lado y lado, no solo para pagar o cobrar unos centavos, sino para evitar repetir la historia de tanto desencuentro inútil que nos ha traído hasta estos barros.