Opinión Internacional

Colombia

Cuando niño visité Cúcuta en el carro del Secretario General de Gobierno del estado Mérida, el M-2. Mi papá fungía de tal autoridad y complació a doña Martha con paseo desde San Cristóbal a la capital del Norte de Santander. El almuerzo fue en el Hotel Tonchála y pudimos ver algunas tiendas. Pero la prohibición aguó la fiesta: “Si quieren comprar en Cúcuta y contrabandear, vengan y ganen en pesos”.

Eran los días del peso barato y el bolívar caro (el mismo que Chávez recibió a 500 por dólar y ahora fluctúa alrededor de 5.000 viejos por un americano). Román Eduardo Sandia pensaba que comprando en Colombia debilitaba a la industria venezolana. Pero amaba sus paisajes y sus gentes.

Recuerdo el fogonazo del clima de La Fría al bajar del carro con aire acondicionado. Cúcuta era de estrecho circuito turístico. Se imponían las advertencias sobre los carteristas. Hasta un niño de siete años tenía que pasarse la cartera para el bolsillo de adelante. Desde entonces, siempre lo hago y es casi la única prevención que tomo cuando piso suelo colombiano.

Las estadísticas oficiales no pueden medir el entronque colombo-venezolano. Algún torpe ministro ha dicho que no importa cerrar la frontera común porque Venezuela puede sustituir lo que importa de allá (trayéndolo más caro y quizás haciendo negocios leoninos con Cuba). Tamaña burrada.

La frontera entre nuestros países es la más viva del continente porque nuestros pueblos están confundidos en la historia, la geografía, la cultura, el arte, la ciencia, la economía y la sangre. Pensar que esa línea que dibujan los mapas separa dos pueblos diferenciados es ser ignorante y necio.

En nuestras casas han trabajado y trabajan muchachas colombianas que desde el primer día hemos incorporado a nuestras familias. Por décadas nos han hecho degustar la sazón paisa o santadereana para que comamos con tanto gusto sus condumios. ¿Ellas son colombianas o venezolanas?

Y ésta misma pregunta nos la podemos hacer al hablar de García Márquez. Su obra, que tanto le debe a la experiencia venezolana, ¿es estrictamente del otro lado del puente?

Para mí, el patriarca otoñal es el general Juan Vicente Gómez. Amaranta, Melquíades, el coronel Buendía, José Arcadio y toda la saga de “Cien Años de Soledad” son más venezolanos que una tarde de toros coleados en Valle de la Pascua.

Viendo la bella pelicula “El amor en los tiempos del cólera” no queda otra cosa que felicitarse por la obra de García Márquez. Queda plasmada en el filme con tanta delicadeza, y está producida y dirigida con tal maestría, que al llegar a la casa corrí por el libro para releerlo. Con qué sensibibilidad los gringos han hecho esta obra maestra del cine, rompiendo el mito de la imposibilidad de serle fiel al espíritu de otra obra maestra de la Literatura mundial.

Las imágenes muestran una Colombia extremadamente bella. Unos paisajes que compiten con los nuestros, tan olvidados, por cercanos. La delicada fotografía de la película deja plasmada, también, una de las actuaciones más brillantes que haya visto en el cine: el Florentino Ariza del recién premiado Javier Bardem emociona hasta las lágrimas.

A Colombia se le quiere también por la calidad de su ropa, por la increíble imtación que su industria hace de las marcas más prestigiosas. Esta situación es desplazada cada vez más por el posicionamiento de marcas nuevas y originales que muestran la excelencia de una industria que ahora quiere presentarse al mundo con personalidad propia.

En cada visita a Cúcuta hacía mi lista de compras con tal entusiasmo que olvidaba el cuánto del presupuesto que mi mamá me asignaba. Y así lograba dar muchas más vueltas al Centro Comercial Bolívar que concretar las compras de mi lista. Menos mal que al final, cuando el viaje no era un agotador ida por vuelta, había un chapuzón en la piscina que recompensaba la frustración del desaforado contrabandista.

A Colombia la tenemos en las venas no sólo por lo que hemos vivido en Bogotá, Barranquilla, Medellín, Cartagena, Tunja, Bucaramaga, Cúcuta y en los poblados que unen estas capitales, sino en su literatura que no se agota en García Márquez ni mucho menos. Para mi gusto, Héctor Abad Faciolince es quien marca con fuerza el paso de las nuevas generaciones (aunque ya no es tan chamo). Su libro híbrido ”El olvido que seremos” es una obra que se nos queda para siempre en el corazón.

¿Y qué decir del maestro Botero, tan respetado e imitado en Venezuela? Hay decenas y decenas de imitadores de Fernando Botero que decoran casas y oficinas de venezolanos ilusionados con un Botero original. Sus gordas y gordos repletan la imaginación de sus vecinos y hacen de su legado un patrimonio plástico común del imaginario del hombre de ambos lados de la frontera.

Cuando Colombia triunfa en el fútbol o en cualquier otro deporte (siempre seguí las hazañas de Rentería en el béisbol de las Grandes Ligas), la fanaticada venezolana acompaña con el estusiasmo o con la crítica, pero nunca las estrellas colombianas del deporte son vistas en este lado con indiferencia.

Y sentimos como propios los éxitos de César Rincón, quien está de retirada de su cátedra taurina, después de haber deslumbrado a la afición más exigente y haber logrado todos los premios.

Sentimos más que nuestra a Shakira, cuyo son colombo-libanés hace que nuestro orgullo se levante hasta el infinito. Al igual que nos pasa con Juanes, Aterciopelados y Carlos Vives.

Para los millones de colombianos de todo el mundo, en especial para los que en esta tierra luchan y mantienen ilusiones, mi abrazo más fraterno. Ningún irresponsable nos pondrá a pelear.

¡Qué viva Colombia!

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