Chávez y Allende: La antípoda
“Si nos detenemos a meditar un momento y miramos hacia atrás en nuestra historia, los chilenos estamos orgullosos de haber logrado imponernos por vía política, triunfando sobre la violencia….Hemos preferido siempre resolver los conflictos sociales con los recursos de la persuasión, con la acción política. Rechazamos, nosotros los chilenos, en lo más profundo de nuestras conciencias, las luchas fratricidas…Esta paz cívica, esta continuidad del proceso político, no es la consecuencia fortuita de un azar. Es el resultado de nuestra estructura socioeconómica, de una relación peculiar de las fuerzas sociales que nuestro país ha ido construyendo de acuerdo con la realidad de nuestro desarrollo. Ya en nuestros primeros pasos como país soberano, la decisión de los hombres de Chile y la habilidad de sus dirigentes nos permitieron evitar las guerras civiles…Esta tradición republicana y democrática llega así a formar parte de nuestra personalidad. Impregnando la conciencia colectiva de los chilenos. El respeto a los demás, la tolerancia hacia el otro, es uno de los bienes culturales más significativos con que contamos. Y, cuando dentro de esta continuidad institucional, y en las normas políticas fundamentales surgen los antagonismos y contradicciones entre las clases, esto ocurre en forma esencialmente política. Nunca nuestro pueblo ha roto esta línea histórica”.
Quien así se expresara el 5 de diciembre de 1970 en un impresionante acto de masas en el estado Nacional de Santiago de Chile ante mandatarios y representantes diplomáticos extranjeros es Salvador Allende Gossens. De 64 años, médico de profesión, senador en tres legislaturas y candidato a la presidencia de la república en cuatro ocasiones, antes de asumir el mando como primer mandatario de la república el 4 de diciembre de 1970, sería vicepresidente y presidente del Senado de Chile. Un cargo imposible de mensurar en su verdadero significado y grandeza visto desde esta espuria y miserable asamblea constituida a redropelo de la voluntad popular y con el desprecio del 84% de la ciudadanía venezolana. Comparar a la señora Cilia Flores, presidente de la asamblea nacional, con Salvador Allende, presidente del Senado chileno, sería tan descabellado como compararlo con su jefe indiscutido, el teniente coronel golpista Hugo Chávez.
Al margen de los graves errores cometidos en el ejercicio de su gobierno y de la profunda crisis que ayudara a desatar en su patria, arrastrado por las circunstancias y superado por los antagonismos, Salvador Allende pasará a la historia como uno de los chilenos más ejemplares de todos los tiempos. No sólo por su civilidad, su hondo democratismo republicano, su moralidad funcionaria, su incorruptible honestidad intelectual y personal, su cultura y su decencia. Sino también por su arrojo, su coraje, su valentía y su respeto a la historia y las tradiciones de su patria.
Jamás una sola palabra contra ninguno de los grandes próceres de nuestra historia. Jamás una ofensa a sus detractores. Jamás una infamia. Jamás una grosería en su boca. Ni un solo preso político, ni un solo desterrado, ninguna familia perseguida. Y cuando llegó la hora de la verdad final, antes que postrarse de rodillas a sus generales y exigir el socorro de alguna sotana para resguardar su vida, la ofrendó en un acto de grandeza política incuestionable.
¿Compararlo con Hugo Chávez? ¡Por favor! Tendría que nacer de nuevo. A Salvador Allende se le debe respeto, así se esté en contra de sus ejecutorias. Mugabe o Idí Amin Dadá, no Allende es el espejo comparativo. Cuando salga del poder por la puerta trasera y la cola entre las piernas se verá cuán equivocados estuvieron quienes creyeron ver en él algún atisbo de grandeza. Lo espera el basurero.