Cero positivo y cero negativo
Suele ocurrir que, cuando enseño sobre conflictos en el Oriente me preguntan: ¿Qué rama del Islam es la más fanática, la sunita o la chiíta? o ¿Es Al Qaeda más peligrosa que los ayatolas de Irán? o, ¿Son los nacionalistas israelíes más fanáticos que los palestinos musulmanes? Entonces, explico que ser fanático es, psicológicamente hablando, “una enfermedad”, que a un nivel social se manifiesta con una conducta de intolerancia y el odio a quienes no son como “nosotros”, por lo cual, hay que convertirlos a nuestra religión, ideología o doctrina, o si se niegan a adoptar nuestra identidad, hay que eliminarlos cultural o físicamente.
El fanatismo suele convertirse en epidemia en dictaduras, autocracias personalistas o regímenes fundamentalistas religiosos, a diferencia de los sistemas democráticos, en los cuales, si bien no hay inmunidad, si hay maneras de mantenerlo restringido a pequeños grupos sin mayor poder como el caso de Ovadia Yosef, líder espiritual de un partido político religioso llamado Shas, quien hace poco dijo que “los palestinos deberían perecer” y los califico de ser un pueblo “malo, amargos enemigos de Israel” o cuando el reverendo norteamericano, Pat Robertson, en sus usualmente desafortunadas prédicas, aseguró que el Huracán Katrina fue un castigo de Dios a la práctica de abortos en su país y que el terremoto de Haití ocurrió porque sus fundadores hicieron un pacto con el diablo.
El grave problema ocurre con los fanáticos en el poder, como el caso del presidente iraní Ahmadinejad quien recientemente agregó a su lista de amenazas a Israel, Europa y Estados Unidos, la confesión de que el objetivo final de su régimen es una “revolución islámica mundial”. En este sentido, los líderes iraníes no se diferencian de los de Al Qaeda que buscan a largo plazo la conformación de un imperio islamista global, en tierras de “los cruzados occidentales, judíos y sus aliados musulmanes herejes”. Otro fanático peligroso es el dictador libio Muammar al Khadafi, quien por segunda vez, en una visita a Italia, declaró que el Islam debe convertirse en la religión de Europa, y metió en problemas al gobierno islámico moderado de Turquía al asegurar que el ingreso de ese país a la Unión Europea es el primer paso para la islamización del continente.
Los norteamericanos que argumentan racionalmente en contra de la construcción de una centro cultural islámico cerca de la Zona Cero de Manhattan, o los cristianos que se opusieron a la construcción de una mezquita frente a la Iglesia de la Anunciación de Nazaret, así como muchos otros debates de este tipo, no reflejan necesariamente una posición fanática o fundamentalista de quienes se oponen, sino más bien, una genuina controversia que – siempre y cuando se resuelvan sin insultar a pueblos o religiones enteras, y respetando la decisión de la autoridades legales que tienen la última palabra – son procesos muy saludables inherentes a la libertad de expresión y culto de las democracias. El problema no es de “Zonas Cero”, sino de “Cero Tolerancia”.