Centroamérica: Conflicto y democracia
América Central, salvo el particular oasis democrático de Costa Rica, ha sido tradicionalmente una región caracterizada por intensos conflictos sociales, fuertes desigualdades económicas e inestabilidad política. Sin embargo, desde de la década de los noventa, cuando se firmaron los acuerdos de paz en el Salvador y Guatemala y se logró la transición democrática en Nicaragua, con la aceptación por parte del Sandinismo, que había llegado al poder por las armas, de entregarlo pacíficamente, por el veredicto de las urnas, la situación ha mejorado sustancialmente. Durante las décadas de los ‘70 y ’80, la violencia de una cruel guerra civil desgarraba la sociedad centroamericana, sólo en Guatemala, un país de apenas 13 millones de habitantes, se estima que ha habido alrededor de 200.000 víctimas mortales de la violencia política. En esa época, se generalizó un pesado escepticismo sobre las posibilidades democráticas de la región, en vastos sectores de la opinión pública de los países desarrollados. Curiosamente, en plena Guerra Fría, tanto la derecha como la izquierda de estos países, coincidían en una especie de escepticismo bipolar. La derecha consideraba que los Estados centroamericanos eran sociedades “inorgánicas”, todavía no aptas para el gobierno democrático y que necesitaban una larga dosis de autoritarismo, que garantizara el orden y la estabilidad necesarios, para acometer el difícil proceso de “modernización”. Además, los “gendarmes necesarios”, tipo Somoza, eran generalmente “buenos amigos” de los Estados Unidos. Las izquierdas, “liberal” norteamericana y socialista europea, se habían convencido que los altos niveles de pobreza y las fuertes desigualdades socioeconómicas impedían el funcionamiento de un régimen democrático y que las requeridas y profundas transformaciones del orden social y económico implicaban, necesariamente, un período de autoritarismo “revolucionario”, “a la sandinista”, para contrarrestar la oposición de los sectores dominantes. Trágicamente, estas visiones contribuyeron a fomentar, tanto en los sectores “trogloditas” de la derecha como en la extrema izquierda, la estrategia de aniquilar política y/o físicamente, a los dirigentes de los partidos democráticos, para reforzar esa falsa idea de la inexistencia de alternativas entre el autoritarismo reaccionario y el utopismo ideocrático revolucionario. Arístides Calvani, estadista, político y académico venezolano, se opuso a la lógica perversa de estos opuestos extremismos, que como muchos extremos tienden a “tocarse”. Calvani creyó y luchó por el inicio del proceso democrático en Centroamérica, fue el abanderado de la tolerancia, del diálogo, de la necesaria “civilización” (en todos los sentidos de la palabra) de la lucha política, en el periodo más violento del conflicto político centroamericano. Como Canciller de Venezuela (1969-1974), cumplió, en el marco del respeto al Derecho Internacional, con el mandato de la Constitución venezolana de 1961, de “sustentar el orden democrático como único e irrenunciable medio de asegurar los derechos y la dignidad de los ciudadanos, y favorecer pacíficamente su extensión a todos los pueblos de la Tierra.” Posteriormente, como Secretario General de la Organización Demócrata Cristiana de América, trabajó intensamente, no sólo con partidos y sindicatos de inspiración demócrata cristianos, sino con todos los partidos y grupos democráticos, y puso especial énfasis en relacionarse con los grupos y sectores no democráticos de la derecha y de la izquierda. En efecto, Calvani creía que, para establecer la democracia en América Central, había que empezar por democratizar a los no demócratas. La estrategia Calvani, adoptada por todos los gobiernos venezolanos y progresivamente por los países latinoamericanos del Grupo de Río, los gobiernos y partidos democráticos europeos y finalmente también por el gobierno del primer Presidente Bush, contribuyó enormemente a la exitosa democratización de la región.